Igualdad y competitividad
Hace unas semanas la revista The Economist publicaba un artículo sobre la importancia que ha tenido para el mundo la incorporación de la mujer al mercado laboral. El autor comparaba el crecimiento económico generado durante las últimas dos décadas por este hecho con la emergencia de China e India como grandes potencias y con el desarrollo de las telecomunicaciones. Ninguno de estos espectaculares fenómenos, que tantos titulares de prensa han ocupado, sería equiparable a la riqueza creada por el despegue del empleo femenino en el mundo occidental, y ello a pesar de que -conviene recalcarlo- las mujeres siempre han trabajado, la mayoría de las veces sin el debido reconocimiento legal.
El liderazgo de las empresas no puede ser condicionado por un sistema de cuotas
En España hace 10 años la tasa de paro femenina era del 30%. Hoy es del 12%. Durante este tiempo se han incorporado de forma progresiva al mercado laboral 3,5 millones de mujeres. Calcular el valor añadido que han aportado es una tarea tan difícil como intentar obviar que ellas han sido una parte vital del buen momento económico que atraviesa el país desde hace más de una década.
Teniendo en cuenta estos datos, que sólo pueden ser interpretados positivamente, hay que preguntarse si en este momento es necesario elaborar una ley que fomente la igualdad entre los hombres y las mujeres como la que próximamente llevará el Gobierno al Congreso de los Diputados. La respuesta es sí, pero con algunas modificaciones.
Y hay que decir que sí por varias causas. Sí por razones de justicia -no es aceptable que personas de diferente sexo con similares responsabilidades y habilidades tengan remuneraciones diferentes-; por razones culturales -machismo o feminismo son propios de culturas pobres-; y, algo que a veces se deja en un segundo plano, por razones de competitividad. No hay país en el mundo que pueda permitirse derrochar el talento de ninguno de sus ciudadanos. La tasa de paro femenina en España, que aún esta cinco puntos por encima de la masculina, es un claro indicador de que estamos desperdiciándolo en grandes cantidades.
Cada una de estas causas requiere respuestas diferentes. Las que tienen que ver con la existencia de prácticas injustas requieren mejorar el marco legal en su ámbito penal. Desde este punto de vista, el anteproyecto en el que ha trabajado el Ministerio de Trabajo supone un avance porque aporta una definición de lo que es discriminación o acoso sexual mejor a la vigente y común al resto de la Unión Europea, y declara nulo de pleno derecho cualquier acto viciado por estas prácticas. Sin embargo, incurre en un exceso de celo al permitir lo que jurídicamente se denomina "inversión de carga", es decir, que en algunos casos sea el acusado el que tenga que demostrar su inocencia. Existen delitos tan deleznables como el acoso sexual, por ejemplo la violación o el narcotráfico, pero a lo largo de la historia de la democracia, aun en momentos en que han generado gran alarma social, nunca se ha intentado combatirlos limitando la presunción de inocencia, por eso tampoco se debería hacer en este caso.
En realidad, la cultura es el origen del problema. Tras siglos de discriminación, acabar con una cultura que ve la desigualdad como algo normal es complicado, y si no que se lo pregunten al 47% de los hombres españoles que, según el CIS, no participan en las tareas del hogar. Seguramente, muy pocos de ellos considerarán que su actitud es negativa, sobre todo por el mensaje que están trasladando a sus hijos. La respuesta está en la educación. En este caso, la ley supone una aportación positiva, ya que prevé que el sistema educativo incluya entre sus fines la formación en el respeto del derecho a la igualdad entre mujeres y hombres, y medidas que eliminen contenidos sexistas en los medios de comunicación. Esta última medida incide directamente en la educación de los jóvenes en el hogar, la gran asignatura pendiente de la educación española y a la que no se le está prestando suficiente atención.
Llegados a este punto, conviene detenerse un instante a reflexionar sobre quiénes son los responsables directos de la educación de las personas en la sociedad. Está claro que los centros educativos, los medios de comunicación, las administraciones y las familias lo son. Del contenido del anteproyecto de la Ley de Igualdad parece deducirse que las empresas son una especie de responsables subsidiarios. De nada sirve que sus estatutos, sus normas internas de funcionamiento o cuantos documentos y medidas voluntarias adopten respeten de forma estricta el derecho a la igualdad. En previsión de que todas las instituciones antes mencionadas fallen, se las obliga a diseñar planes de igualdad, a realizar informes, a establecer procedimientos específicos para la prevención del acoso sexual, a negociar estas medidas dentro de la negociación colectiva y un largo etcétera de tareas que eviten los problemas generados por una inadecuada educación de sus trabajadores.
El problema añadido es que sobre la mesa de algunos ministerios existen propuestas similares sobre el calentamiento global, el respeto a los derechos humanos, la integración de los inmigrantes, la formación de los trabajadores, el comercio justo y otros aspectos que pueden considerarse tan importantes como el de la discriminación por razón de sexo. Si se aceptan este tipo de medidas para unos, es difícil de justificar por qué no para el resto. Siguiendo este razonamiento, ¿se imaginan la carga burocrática que estas obligaciones pueden suponer para las empresas?
Está claro que las empresas deben ser las primeras en respetar las leyes y no incurrir en ninguna práctica delictiva. Pero, una vez cumplida esta máxima, su principal deber es el de ser competitivas y generar empleo y riqueza. Si, además, desean participar en un objetivo de carácter social, deben poder hacerlo, pero de forma libre y voluntaria.
Y así va a ser, sin duda. Porque para alcanzar el objetivo de ser rentables no les queda más remedio que aprovechar al máximo el activo más importante, ya mencionado, el talento de las personas. La correcta gestión de este activo nos lleva a una última crítica a la Ley de Igualdad: el liderazgo de las empresas no puede ser condicionado por un sistema de cuotas. En los consejos de administración de las empresas deben estar los mejores, los que acumulen mayor experiencia, conocimiento y visión estratégica, con independencia de su raza, sexo o religión. Pero, además, los consejos de administración deben buscar la complementariedad entre el talento de sus integrantes. Está empíricamente demostrado que el trabajo en equipos en los que existe paridad de sexos es más eficaz. Ésta es la visión desde la que hay que trabajar en las empresas. Difundiendo la competitividad que gana la empresa con la igualdad, haciendo que ésta sea posible mediante prácticas de conciliación laboral, y no mediante la imposición de normas que pueden mermarla.
En resumen, es necesario seguir trabajando en la igualdad de las personas. Desde todos los frentes y con las herramientas de las que cada una de las instituciones comprometidas disponen, pero sin que éstas se basen en la imposición, sino en la educación, en el cambio cultural y en la libertad de las empresas para decidir cuál debe ser su aportación a la igualdad entre sexos o a cualquier otra causa social.
Fernando Casado es director general del Instituto de la Empresa Familiar y catedrático de Economía de la Empresa.
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