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Columna
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Seguro servidor

Siempre consideré un misterio a las compañías de seguros, quizás porque me he acercado poco a ellas. En tiempos remotos, el pastel se lo repartían unas cuantas sociedades españolas, algunas francesas e inglesas. Pero todos los madrileños disfrutábamos de la amistad o el conocimiento de alguien que, con gran perseverancia, intentaba asegurarnos de lo que fuera: incendios, robos, muerte, y poco más. Eran los agentes libres que ojeaban al cliente y lo llevaban hasta las grandes compañías.

La gran referencia era el Lloyd inglés, que afrontaba los riesgos ciertos que corrían en el mar los barcos y las mercancías. El temporal y los piratas justificaban, casi a partes iguales, que los armadores asumieran aquel gasto preventivo. En tierra, habitualmente, las cosas parecían más seguras y el percance mayor que podía producirse era de las guerras, por lo que tal contingencia solía estar excluida, de oficio en la mayoría de las pólizas, como lo eran los terremotos en lugares donde tienen lugar con mayor frecuencia. Quiere decirse que las compañías de seguros eludían las catástrofes previsibles y hacían bien, porque si no se iban pronto al traste. En nuestros días surgió un desastre: el terrorismo, siempre fuera de toda cobertura por su propia esencia brutal e imprevisible.

El Estado no tiene fortuna propia ni debe comprometer la de los demás

Supongo que la mayoría de la gente bien nacida rechaza esa mortífera lacra que, en su perversidad lleva, además, implícita nuestra cooperación o apoyo de forma indirecta. Cuando sobreviene una gran catástrofe, como el tsunami, que difícilmente llegará a los contrafuertes del Puente de Toledo, es precisa y obligada la cooperación de todos como también una tromba de agua, la famosa pertinaz sequía o una epidemia imprevisible. Pero a menudo se producen daños a personas por otras personas desalmadas y parece natural que todos colaboremos en remediar la avería, cuya corrección tiene sus cauces en el buen funcionamiento de la Justicia. No me parece equitativo -y menos su carácter obligatorio- de que el Estado o las entidades públicas que nos gobiernan tengan que afrontar la avilantez o la insolvencia de algunos causantes de males que afectan a muchos ciudadanos. Cuando el desdichado y fortuito naufragio del Prestige, se ha diluido la responsabilidad de armadores, propietarios del barco y fletadores de la carga y hemos visto y oído atronadoras reclamaciones para que el Estado, la comunidad gallega, quien fuese, aportara los subsidios indispensables, entre otras cosas, para afrontar las minutas de los abogados reclamantes.

De acuerdo con el anticipo y remedio de las necesidades de los perjudicados, pero el Estado no es un señor inmensamente rico al que es preciso obligar a que afloje la pasta por las malas, porque el Estado está formado por la totalidad de los ciudadanos. El Estado no tiene fortuna propia, ni debe comprometer la de los demás. Sólo en esos casos de restañar heridas inmediatas y socorrer necesidades inaplazables debe utilizar sus fondos, reservándose la memoria para reclamar el anticipo a los verdaderamente culpables.

A estas alturas no se sabe con certeza quienes provocaron la siniestra matanza de los trenes de Atocha que, al parecer va a pagar un ex minero, confidente de la Policía y persona de ínfimos recursos. Ahí, de momento, el Estado tiene la obligación de amparar a los damnificados, pero echo de menos un departamento donde no se extinga la memoria. Y de cualquier cosa podemos quejarnos menos de carecer de una nutrida burocracia, incluso de un acreditado cuerpo de Abogados del Estado a quienes se paga un sueldo para llevar de oficio cuanto concierna a los asuntos de interés público.

Esta croniquilla, hilvanada bajo la canícula de julio, empezaba hablando de los agentes de seguros con la sensación de que es una profesión que se extingue. Hoy, las grandes compañías se han puesto al día y en lugar de utilizar el ingenio de hombres y mujeres capaces de asegurarnos al canario contra la peste aviar, aunque no tengamos canario, vierten su dinero en campañas de televisión. Nada que objetar. Son los tiempos que cambian.

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