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PRIMERA PARTE

Albina y Calizo: el río animado

El pedrusco más duro de la sierra y la más guapa de todas las gotas del cielo viven una romántica historia de amor entre tormentas, deshielos y excavadoras. Con este cuento, EPS inicia su serie de relatos de verano, que protagonizan ocho escritores que han publicado su primer libro este año

Susurra el rumoroso río que Albina vio la luz en un golpe de viento gélido y humedad condensada, sobre las crestas desnudas de una sierra. Se deslizó por el vientre materno y planeó sin timón al arrullo de los vientos. Era entonces un copo de nieve, una diminuta paloma de alas blancas y geométricas.

Segundos después, un desprendimiento de rocas y piedras quebraba el silencio de aquellas soledades. En este alud estruendoso llegaba al mundo Calizo, un pedrusco feo y grisáceo rematado de aristas. Con sus múltiples hermanos rodó por la vertiente bramando de pánico y dolor. Una vez asentado se palpó las magulladuras del cuerpo.

Aún no se había recuperado cuando observó las hordas kamikazes de copos blancos que atacaban la montaña desde las nubes. Enseguida descubrió la engañosa ferocidad de aquellos dientes, que en lugar de morder daban un beso. Uno de estos copos fue a estamparse contra su lomo.

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La importancia de la lectura

-¡Ay, menudo coscorrón! ¿Dónde estoy?

-Estás encima de Calizo, el pedrusco más duro de toda la sierra.

-¡Huy, por eso me he hecho tanto daño! Yo soy Albina, la más guapa de todas las gotas del cielo.

Albina y Calizo se hicieron muy amigos. A todas horas jugaban, reían y conversaban. Pronto formaron un equipo inseparable. En las disputas con los copos y piedras de alrededor, ellos siempre se defendían. Si alguna gota de nieve llamaba feo a Calizo, ella respondía airada que su amigo era el pedrusco más bueno de los alrededores, y si algún guijarro antipático llamaba presumida a Albina, él lo obligaba a retractarse y aceptar que, aunque no lo fuese, bien podría serlo, pues la tenía por la más linda de todas las gotas de nieve.

Una noche áspera en que el invierno castigaba las montañas, Albina se aferró al lomo del pedrusco y, temblando de miedo, susurró:

-Mi fiel Calizo, nunca me separaré de ti.

Disimulando la emoción que le trepaba a la garganta, respondió él:

-Ni yo de ti, mi pequeña Albina. Siempre estaré a tu lado.

Y se abrazaron para resguardarse de la ventisca. A su modo y manera, se querían.

Pero una mañana cambió para siempre la trayectoria de su vida. Con la aurora, nítido y lejano empezó a escucharse un rumor infernal. Poco a poco, el ruido fue acercándose hasta llenar de espanto el corazón de la sierra. Una máquina amarilla rugía como un furioso tiranosaurio y despedazaba el suelo con una pala gigante. Albina se agarró con fuerza a las espaldas de Calizo, que a duras penas dominaba su pavor.

La bestia destruía el terreno a pocos metros de distancia. En una de las embestidas, la zarpa de hierro golpeó de frente a Calizo, que salió rodando ladera abajo. Albina voló por los aires y vio a su pedrusco en las fauces del animal. Dio con sus cristalinos huesos en un lugar apartado, y se apretó los dientes para no gritar.

Aquella noche se encontró sola en el mundo, al comprender que había perdido para siempre a Calizo. No halló nadie a su lado a quien decir que el sereno la mataba de frío. Acurrucada en la nieve, se abrazó contra sí misma y rompió a llorar. Asegura el río que hasta las estrellas se apagaron de impotencia.

Aquél fue un invierno largo y riguroso. Los copos blancos deshilaban las nubes y acolchaban los riscos de la cordillera. La gruesa capa de nieve hundió a Albina en sus recuerdos de infancia. Vivía el presente congelada en el pasado. Los días avanzaban lentos y las noches nunca acababan. El silencio cortaba la respiración y helaba los colmillos de las grutas y cavernas.

Los picos de las montañas emitían al cielo un mensaje secreto de socorro. Cuando lo hubo descifrado, echó leña al sol y lentamente replegó las sombras. Los hielos empezaron a fundirse con un tictac de reloj que acompasaba el despertar minucioso de la vida. Y un año más se produjo el milagro de la primavera.

Una mañana de abril sintió Albina un calambrazo en su esqueleto: era el sol, que la estaba perforando. Su blanca figura se convirtió en transparente gota de agua. Sin saber cómo ni por qué, se vio rodando a velocidad endiablada por la pendiente. Le maravilló descubrir la flexibilidad de su cuerpo, que se amoldaba sin quebrarse a los accidentes del terreno.

Sorteaba rocas y piedras y se juntaba en el descenso con miles de compañeras. Aquí saltaba y allí buceaba, se escurría entre las gotas y volaba con la espuma de una cascada. Contagiada por la euforia de la multitud, olvidó sin darse cuenta las tristezas del pasado. En su expresión espejeaba de nuevo la sonrisa cándida de la infancia.

Como ella, todas las gotas reían excitadas, burbujeaban nerviosas, corrían despendoladas y se adelantaban unas a otras como si tuvieran prisa. Por todas partes brotaban manantiales, arroyos, riachuelos. La montaña entera parecía una gigantesca ubre.

Tras la sublevación de las fuentes y la anarquía de los rápidos se impuso la calma ordenada del valle. Poco a poco, el río abandonaba sus ímpetus juveniles, a cada curva más sabio y caudaloso. Cruzó bosques de hayas y robles, angostos desfiladeros, espesos matorrales y montes de encinas.

En aquel tiempo, Albina descubrió los secretos del río: habló con angulas, truchas y barbos, asistió a un lucio que desovaba en la arena y jugó todo un día con un banco de rutilos; una amable carpa la hospedó varias noches en lo profundo de un remanso; zapateros y libélulas le hacían cosquillas en la espalda; las mariposas volaban bajo para mirarse en ella el colorete de las alas.

La ofendieron las rudas y groseras voces de los sapos, creyó volverse loca con el estridor desapacible de los grillos y cigarras, y se esponjó de vanidad con el largo aplauso de los chopos a su paso. La llenó de espanto el ulular de un cárabo una noche de luna clara; y, sin embargo, antes del alba su terror aumentaría, al acariciar la lumbre del agua el aullido de un lobo fugitivo.

La amenazó incluso el riesgo de muerte. En una ocasión la arañaron las garras de un águila pescadora, y casi la parte en dos el afilado pico de un martinete. Aun así, el peor trago lo vivió una calurosa tarde al quedar atrapada en el pelaje de una nutria. Combatió hasta el anochecer sin lograr desenredarse: los tenaces pelos atravesaban su cuerpo líquido como los barrotes de una celda. Ya desesperaba cuando un brusco movimiento del animal la devolvió a la corriente. De aquel angustioso cautiverio extrajo la lección fundamental de su vida: o era libre o no era río.

Conforme progresaba lento y sosegado, el caudal de agua soñaba con el mar. No había gota que no ambicionase desbordar los márgenes del lecho, reventar las fronteras y saciar su hambre de libertad. Añoraban el sabor de la sal, el balanceo de las olas y la magnitud planetaria del horizonte.

Les habían contado maravillas del océano: la furia guerrera de una tempestad, el heroico batallar contra arrecifes y acantilados, el descanso en una playa dorada. Deseaban extraviarse en las profundidades del abismo, galopar con las orcas y delfines, dormir bajo la sombra de una ballena. El mar ingobernable era el glorioso destino de la estirpe acuosa.

Como el cauce ensanchaba y las aguas aminoraban la velocidad, las gotas, imaginando próxima la desembocadura, perdían la paciencia. El sol rojo se ocultaba cuando un súbito parón de la corriente aplastó a Albina contra sus compañeras, una de las cuales, encaramándose a una roca y divisando una enorme extensión de agua, anunció:

-¡Es el mar!

Una explosión de júbilo estremeció de costa a costa aquel tramo de río. El tropel de gotas festejó la noticia con abrazos, saltos y bailes. Pero muy poco duró la alegría, ya que una culebra de agua cortó el bullicio siseando venenosa:

-No es el mar, ingenuas gotas, es una presa.

-¿Una presa?, ¿y qué es eso? - interrogaron todas con estupor.

-Es un muro de piedra que nos encarcela aquí para siempre.

Los años pasaron taciturnos en la presa. Como si el tiempo ensayara el castigo de la vida eterna, los días reemplazaban a las noches todos idénticos, invariables. En el artificial reino del embalse no acontecía nada. El moho del abatimiento apagaba la voz de los seres vivos. El tedio se infiltraba en el oxígeno y el silencio en el hidrógeno, dando a la intimidad del agua un carácter gelatinoso.

Albina era una lágrima errante en la faz del lago, como las miles de gotas amargas. La parsimonia y el hastío amortiguaban su voluntad. Entregada a la abulia de aquellos montes inundados, se dejaba llevar por las endebles mareas. Muy despacio, aburrida y sin ilusión fue adelantando metros con dirección al dique.

Un día cualquiera, vieja y cansada, logró alcanzarlo.

-Ya hemos llegado - comentó con indiferencia a la que la acompañaba.

-¿Albina?…, ¿eres tú? -preguntó una voz en el muro.

Ella no pudo responder. Esa voz tosca y grave despertaba en su memoria el universo de la infancia. Después de unos segundos consiguió decir:

-¿Calizo?

Y el mismo que había pronunciado su nombre en alguna parte del muro, con una emoción que desbordaba las palabras, exclamó:

-¡Albina, soy yo! ¡Acércate, ven! ¡Llevo años soñándote!

Pero ella no lo veía. No lograba distinguir al feo y agrisado Calizo.

-¿Dónde estás? No puedo verte.

-Aquí, junto a ti. ¡Abrázame, Albina!, ¡mi pequeña Albina!

Y es que Calizo, el noble pedrusco de la sierra, no era más que un pedazo informe de muro, una voz incrustada en el farallón de piedra.

Exaltada por el reencuentro, Albina se apresuró a referir cuanto le había sucedido en tan largo tiempo: las soledades y asperezas del invierno, el rayo milagroso de la primavera, el alocado descenso por la montaña, la magia secreta del río, la amargura de la presa.

Luego fue Calizo quien de esta manera le narró su aciaga suerte:

-El día en que nos separaron, recordarás, después de caer rodando por la cuesta, una pala gigante me levantó del suelo y me depositó en una especie de tanque, junto a otros muchos pedruscos tan aterrados como yo. Nos llevaron lejos, muy lejos, Albina, a un horrible campo donde nos descuartizaban. Igual que en las pesadillas, vi cómo perdían su forma original multitud de piedras y rocas, trituradas hasta quedar convertidas en un montón de arena. Conmigo hicieron lo mismo: descompusieron mi figura y perdí la vista en uno de aquellos mazazos. Lo increíble es que no acabaran con mi vida. Observa alrededor: están todos ciegos, sordos, mudos: están muertos. Me salvé porque no dejé de pensar en ti, algo me decía que volveríamos a encontrarnos. Nunca esta idea me abandonó, por más que mi cuerpo desfalleciera.

"Hecho añicos y mezclado con gotas de agua, di vueltas y más vueltas no sé dónde, hasta quedar blando y débil. Aquéllos fueron tal vez los peores momentos, al notar cómo se evaporaba mi conciencia, que yo confundí con la vida. Luego debí de desmayarme, porque no recuerdo nada hasta llegar aquí. Si transcurrieron días, meses o años, tampoco lo puedo saber. Desperté en este mismo lugar, otra vez duro y sólido como en la montaña, pero cautivo de no sé qué fuerza descomunal y sin haber recuperado la vista. Ahora, después de tanto tiempo, ya no sé si soy Calizo o algo otro que conserva su voz, porque no puedo verme ni palparme…

"Y sin embargo estás aquí, Albina, y ya nada me importan mis penas. Seguro que todavía eres la más guapa de las gotas. En muchas ocasiones he creído que todo esto era un sueño espantoso del que despertaría en las cumbres de la sierra, teniéndote sobre mis espaldas y gozando como nunca de la felicidad. Pero los días pasaban inflexibles y el sueño resultaba la única verdad. Hasta llegué a pensar que realmente lo que nunca había sucedido era mi pasado en las nieves, y que tú eras sólo una ilusión. Ahora que hablo contigo y te veo al escuchar tu voz, temo que sea otro sueño y despierte aquí mismo pero sin ti. No me importa consolarme con la fantasía, si me sabe igual que la realidad. Sea esto lo que sea, ojalá no acabe nunca.

Abatida por el dolor, Albina lo abrazó fuerte contra su pecho, y ahogando un sollozo le dijo al oído:

-Mi fiel Calizo, nunca me separaré de ti… ¿Recuerdas?

Pero Calizo no contestó porque estaba llorando.

Todo en la presa agonizaba. Las gotas olvidaron su milenaria deuda con el océano, resignadas a morir de hastío en aquel charco miserable. La tenacidad de su desidia acabó pudriendo el agua. La superficie exhalaba un aliento ácido, brotaba espuma hedionda en las riberas y los peces flotaban muertos de asco. Hasta las nubes ligeras embarrancaban en el cieno. Por no intoxicarse, los ánsares y las grullas volaban rodeando el estanque.

Después de una eternidad, un caluroso día de verano chirrió la garganta de la presa y se abrieron dos grandes compuertas. Despertadas del letargo o resucitadas de la muerte, las gotas corrieron al centro del dique. Escuchaban de nuevo en su memoria genética la poderosa llamada del mar. Se abalanzaron unas sobre otras para alcanzar cuanto antes la madre del río, la senda de la libertad. En aquella memorable ocasión, todas las gotas salvo una consiguieron salvarse.

Susurra el rumoroso río que esa una era Albina, aferrada a Calizo para que no la arrastrara la corriente.

Pelayo cardelús Nació en Madrid, tiene 31 años y una novela publicada, El esqueleto de los guisantes (Caballo de Troya), una historia que transcurre en una oficina y retrata las aspiraciones y frustraciones de la juventud

El pedrusco mása duro de la sierra y la más guapa de todas las gotas del cielo viven una romántica historia de amor entre tormentas, deshielos y excavadoras.
El pedrusco mása duro de la sierra y la más guapa de todas las gotas del cielo viven una romántica historia de amor entre tormentas, deshielos y excavadoras.CARMEN GARCÍA HUERTA

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