Galcerán anuncia un asesinato
Una tranquila comisaría de barrio, a media mañana. Podría ser la del Distrito 87, que inventó Ed McBain, o la del inspector Wallander, en Ystad. Sí, la feliz sombra de Henning Mankell parece sobrevolar Carnaval, la nueva (y esperadísima) función de Jordi Galcerán. Pero no estamos en Nueva York ni en Estonia sino en la Barcelona actual, aunque la obra, en un notable cambio de registro respecto a Grönholm, sigue los patrones del thriller contra reloj y del team drama inaugurado por Sidney Kingsley con Detective Story (Brigada 21). Como en las formidables novelas de Mankell, un grupo policial ha de resolver un caso endiablado sin el menor hilo del que tirar. El equipo de Carnaval, integrado por María Garralda (Marta Angelat), jefa de la unidad de personas desaparecidas; Pere Puig (Roger Casamajor), su joven subordinado; Ribó (Quimet Plà), un policía veterano al borde de la jubilación, y Ana (Silvia Bel), una experta en delitos informáticos, se enfrentará a un sádico que ha anunciado un asesinato con espoleta y cuenta atrás. Todo arranca cuando una muchacha, Laura (Mar Ulldemolins), pierde a su hijo de tres años. La inspectora Garralda trata de reconstruir con ella, paso a paso, la secuencia de los hechos, desde que la madre salió de su casa hasta que el crío se esfumó en el parque mientras jugaba tras un montículo de arena. De repente, alguien llama por teléfono y facilita una dirección de Internet.
Los policías se apiñan en torno al ordenador. La pantalla muestra al niño en lo que parece ser un sótano con paredes de cemento. En una de ellas hay un televisor que emite un programa en tiempo real. Entra en cuadro una inquietante figura con el rostro oculto por una careta de bruja y coloca una bomba de explosivo plástico, conectada a un reloj, sobre la cama del niño. Comienza la cuenta atrás. María Garralda y su grupo tienen muy poco tiempo y escasos efectivos para impedir esa muerte anunciada. ¿Por dónde empezar? Hay que seguir el rastro informático de la página, y detectar con los artificieros la mecánica de la bomba, y frenar a los periodistas para que el secuestro no se convierta en un reality show, y establecer listas de posibles sospechosos. El secuestrador no busca dinero: Laura trabaja en unos grandes almacenes y a duras penas llega a fin de mes. Garralda y los suyos buscan en todas direcciones: pederastas, madres locas, jugadores de rol, sectas satánicas, terroristas islámicos. Pero, como bien señala la inspectora, "vivimos en un mundo en el que cualquiera puede haber hecho una locura como ésta". Se multiplican las llamadas, la angustia, la histeria, mientras el tiempo sigue corriendo. No vemos la pantalla del ordenador, que permanece de espaldas al público, pero sí el reloj de la comisaría, sincronizado con los nuestros, en el centro del decorado de Glaenzel y Cristià. ¿Cuánto tiempo hacía que no saltaba un nuevo thriller a escena? ¿Desde los prehistóricos dramas policiales de Arturo Serrano, en los cincuenta? ¿Desde que Marisa de Leza estrenó Sola en la oscuridad? ¿Desde La huella? El teatro actual nos ha ofrecido una gama muy amplia de emociones, pero hay que reconocer -y ése es el gran mérito y la gran astucia de Galcerán- que la tensión, el suspense, no estaba precisamente entre ellas. Suspense, de habilísima carpintería, al servicio, como en El método Grönholm, de un amargo diagnóstico sobre los males de nuestra sociedad. Si en su anterior obra asistíamos a la lucha entre los miembros de un grupo librado a sus peores instintos, en ésta presenciamos lo contrario: la lucha de un grupo para evitar el triunfo del mal. Un dramaturgo suele mostrar su poderío en la canalización de las aguas subterráneas del texto. El frenesí de la trama de Carnaval, celéricamente propulsada hacia delante, puede hacernos perder de vista la sutileza de su construcción, donde todo tiene un sentido preciso y perverso: buscar nuestra permanente interrogación.
La primera escena, un diálogo
aparentemente banal entre María Garralda y su joven ayudante, sirve para que nos percatemos de las habilidades deductivas de la inspectora y, al mismo tiempo, para sembrar la sospecha de que todo lo que vamos a ver o a escuchar quizás oculte una clave, una verdad secreta... o una falsa pista. Quizá la única pega que le pondría al texto es la escasez de personajes: comprendo que el presupuesto manda, pero ante un asunto de tal calibre resulta poco verosímil que tan sólo un cuarteto lidie con el asesino, lo que obliga al autor a un cierto exceso de soluciones en off: informaciones telefónicas, reuniones que no vemos, etcétera. Sergi Belbel ha dirigido Carnaval con un pulso inmejorable, aunque -la función acaba de comenzar su gira por Cataluña- todavía falta definición (o sobra estereotipo) en el dibujo interpretativo. Marta Angelat inyecta fuerza e intensidad a su inspectora, aunque resulta tópicamente viriloide y no llega a mostrar la emoción precisa en el quiebro final. Para contrapesar la tensión con la comedia, Belbel echado mano de recursos un tanto fáciles, como el atolondramiento de Roger Casamajor o el perfil de Quimet Pla, que a ratos parece un bedel torpón en vez de un policía veterano. Silvia Bel pisa fuerte en el rol de la experta informática, y estaría mucho mejor si la figurinista Mercé Paloma no se hubiera empeñado en vestirla de zorrón; lo mismo puede decirse del traje-chaqueta de Marta Angelat, más adecuado para una alta ejecutiva que para una policía sin demasiados posibles. La mejor interpretación del reparto corre a cargo de Mar Ulldemolins, pletórica de vida y verdad. Su monólogo desesperado ante la pantalla es la cumbre emocional de la pieza, y llega a ella con gran entrega y sin el menor tropiezo: no cuesta augurarle un espléndido futuro como actriz. Vi Carnaval en el Teatro Municipal de Mataró. Llegará al Romea barcelonés el próximo otoño. Falta, como digo, el lógico rodaje, pero tampoco es difícil vaticinar un merecido éxito para autor y compañía.
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