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Columna
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Zen

LA LECTURA de una disquisición filológica sobre el arraigo de la lengua materna le lleva a Kitani, el protagonista del cuento, titulado precisamente Una oración en lengua materna, a meditar acerca del acendrado apego maternal que siente por su amante, Kakoyo; pero, para inmediatamente después, contemplando la elasticidad de un saltamontes, decidir que él también ha de dar el salto de abandonarla. Cuando, a resultas de la ruptura, la desdichada Kakoyo se arroja al mar y muere, y un tío de ésta visita a Kitani para entregarle la carta que le escribió aquélla antes de suicidarse, el joven saltamontes, tras leerla, da su más logrado, nunca mejor dicho, salto mortal, porque se consuela imaginando que su frustrada amante, en el momento de lanzarse al agua, no debía de estar pensando en él, con quien había convivido sólo los dos últimos años, sino en su primer amor, el cual era su auténtica lengua materna.

Esta elíptica y retorcida historia fue escrita por el también suicida Yasunari Kawabata (1899-1972), el cual se construyó una moral particular por completo antitética a la convencional. Huérfano a muy corta edad, este gran escritor japonés tuvo razón en autodenominarse "experto en funerales", porque perdió también a su hermana cuando sólo contaba 9 y a su abuelo ciego, el último vestigio familiar directo, a los 16, que se corresponden con los 14 reales, según la contabilidad nipona. ¿Puede, por tanto, extrañarnos que Kawabata se empeñase en librarse de cualquier vínculo afectivo, tratando de sortear el acuciante apego erótico de los sentidos, lo cual no es fácil para nadie, pero mucho menos para un artista? En cualquier caso, fácil o difícil, la salida habitual ante un conflicto biográfico de esta envergadura es hacerse un asceta, justo lo que rechazó Kawabata, cuya literatura es la constante escenificación de alguien que persigue ansiosamente la belleza carnal, pero que, en el momento decisivo, renuncia a ella para retener mejor la pureza de su imagen.

El cuento resumido al principio, junto con otros, algunos de indisimulada raíz autobiográfica, se han publicado en castellano con el título La bailarina de Izu (Emecé), el más célebre y más revelador de todos los que escribió Kawabata, y, para mí, uno de los mejores entre los publicados en el siglo XX. En esta narración se relata el viaje a pie de un adolescente, que se queda progresivamente prendado del encanto de una bailarina, que viaja con un modesto grupo de cómicos en su misma dirección. En un momento crucial, el estudiante, al descubrir casualmente el cuerpo desnudo de la anhelada bailarina, se percata, aliviado de su todavía corta edad y dice entonces sentir que por su corazón fluía "agua pura".

En un fragmento reproducido del discurso de Kawabata al recibir el Premio Nobel de Literatura de 1968, que utiliza como pórtico María Martoccia en el prólogo que antecede la edición que comentamos, el escritor japonés comenta el sentido de las imágenes en el budismo zen, afirmando que "el énfasis está colocado menos en la razón y el argumento que en la intuición. La iluminación no llega a través de la enseñanza, sino a través del ojo despierto internamente. La verdad reside en desechar la palabra, subyace fuera de la palabra...". He aquí la retorcida moral de un artista.

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