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¿Qué debe hacer Europa con Rusia?

En vísperas de la cumbre del G-8, que comienza esta semana en San Petersburgo, los europeos se enfrentan a un delicado ejercicio de equilibrio en su estrategia respecto a Rusia. ¿Desean enviar un mensaje de confianza en una potencia que está renaciendo y cuyos recursos son vitales para nosotros, o de desconfianza hacia un régimen cuyos instintos autoritarios son más visibles que nunca? Hace 10 años, los europeos podían reconocerse en este lema: "Comprometamos a Rusia si podemos, contengamos a Rusia si debemos". Hoy, el equilibrio psicológico de poder entre Rusia y Europa ha variado. Rusia ha recuperado su orgullo y su fe en sí misma, y Europa ha entrado en una crisis profunda. Dado que en el mundo actual hay más Rusia y menos Europa, lo importante no es "comprometer a Rusia en Europa" sino que los europeos "se comprometan con Rusia", según la sutil distinción que hace un prestigioso experto ruso, Dmitri Trenin.

Paralizada por su incapacidad de superar el marasmo institucional en el que se halla tras los noes francés y holandés, la Unión Europea va a tener que definirse en los próximos años más por lo que haga que por lo que es. ¿Supone Europa alguna diferencia en la vida de sus ciudadanos, influye la voz de Europa en el mundo?

¿Cómo conciliamos, pues, la voluntad europea de proyectar sus normas al mundo con la necesidad de asegurar el suministro de energía a sus economías? En la encrucijada de estos dos objetivos legítimos, la política de Europa respecto a Rusia constituye uno de los mayores y más inmediatos desafíos exteriores de la Unión.

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Esta prioridad es todavía más evidente si pensamos en la historia de las relaciones entre la UE y Rusia. La verdad es que en los últimos años no ha habido una política europea respecto a Rusia, sólo políticas nacionales que, en el caso de los grandes Estados de Europa occidental, han sido con demasiada frecuencia variaciones sobre el tema del apaciguamiento. Lo que hoy presenciamos es, tal vez, la aparición de una rivalidad entre los países europeos por mantener relaciones privilegiadas con Moscú y un acceso preferente al gas ruso. Además, nos encontramos ante una Rusia que da por descontada su pertenencia al G-8, cuando, en un principio, no era más que una forma de crédito por adelantado para un país que supuestamente iba camino de convertirse en una gran potencia democrática.

Ha llegado el momento de que la Unión Europea desarrolle una política auténticamente europea respecto a Rusia. Además de perseguir una asociación estratégica a largo plazo con su gigantesco vecino eurasiático, la UE no debe dudar en pedir a Rusia tres cosas fundamentales, unos requisitos estratégicos que no sólo son buenos para el futuro del continente europeo sino para la propia Rusia.

El primero de estos requisitos estratégicos es que Rusia deje que sus vecinos decidan su propio futuro. El mundo de hoy no puede estar formado por esferas de influencia. La era de Yalta debe quedar atrás, no estar por delante de nosotros. Yalta no tiene que ser ya más que una agradable ciudad costera en una Ucrania independiente y democrática. Las formas neoimperiales de intervención en países como Bielorrusia, Ucrania, Moldavia o Georgia no sólo son anacrónicas sino perjudiciales para las relaciones entre Rusia y la Unión Europea. Al contrario de lo que suelen decir las autoridades rusas, la guerra en Chechenia no ha terminado, y la conducta de las fuerzas rusas allí presentes sigue siendo, cuando menos, muy problemática.

El segundo requisito se puede expresar en términos clásicos: Pacta sunt servanda. Los contratos energéticos deben ser claros, vinculantes y respetados, entre otras razones, por el bien del futuro económico ruso en esta era de la globalización. Rusia está en el G-8, e India no; sin embargo, la mayoría de los accionistas de la empresa europea del acero Arcelor ha considerado que la compañía presidida por el indio Lakshmi Mittal es un socio más seguro y previsible con el que fusionarse que la empresa rusa Severstal. El poder implica responsabilidad. Precisamente porque Rusia es una superpotencia energética, tiene que usar ese poder de forma responsable. Rusia no puede chantajear a Europa con la perspectiva de que estrechará sus lazos con el Extremo Oriente o el sur y el sureste asiáticos si los europeos se muestran demasiado exigentes o arrogantes. El grifo de la energía no debe abrirse o cerrarse -ni el precio debe subir o bajar- de forma arbitraria, por motivos políticos.

El tercer requisito estratégico tiene que ver con ciertas normas mínimas de comportamiento legal y político en el interior de las fronteras rusas. No creemos que Rusia vaya a convertirse en un modelo de democracia parlamentaria de la noche a la mañana, pero sí esperamos que no retroceda al autoritarismo neosoviético. En la misma medida en que los europeos -y, en definitiva, todos los socios energéticos de Rusia- desean una energía sujeta a la ley y previsible por parte de Rusia, los ciudadanos de la Federación Rusa deberían poder confiar en que van a tener un mínimo grado de seguridad y respeto a los derechos humanos por parte de su Estado. Las ONG tienen que poder trabajar con normalidad en la sociedad civil y los medios de comunicación independientes deben ser una realidad. Los conceptos de "democracia soberana" y "democracia administrada" propuestos por Putin nos recuerdan a la "democracia popular" de otros tiempos. Cuantos más calificativos se añaden al concepto de democracia, más riesgo se corre de descalificarla. Como decía un viejo chiste: la diferencia entre democracia y "democracia popular" es la misma que entre una camisa y una camisa de fuerza.

Los europeos deben ser fieles a sus valores e intereses, exigir estos tres requisitos estratégicos y no renunciar a ellos. No hay duda de que son también beneficiosos a largo plazo para el pueblo ruso. Europa necesita, más que nadie, una Rusia estable, respetuosa de la ley y cada vez más democrática. Como todo el mundo podrá ver esta semana en San Petersburgo, la pertenencia al G-8 otorga a los gobernantes rusos -como a los zares antiguamente- un lugar en la mesa presidencial de la política mundial. Ayudemos a Rusia a demostrar que merece ese puesto de acuerdo con unos criterios que son hoy más elevados.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, Dominique Moisi es asesora del Instituto Francés de Relaciones Internacionales en París y Aleksander Smolar es presidente de la Fundación Stefan Batory en Varsovia.

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