Después de la visita
El pasado viernes, al término de la reunión del Gobierno valenciano, su portavoz, Vicente Rambla, sorprendía a los periodistas con la advertencia de llevar ante los tribunales a quienes siembren dudas sobre la actuación del Consell en cuanto a las condiciones de seguridad de la línea 1 de metro. La admonición sonaba extraña, por cuanto durante toda la semana los medios de comunicación habían dado cuenta de las denuncias de los sindicatos sobre el mal estado de la línea 1 y la carencia del sistema de frenado automático (ATP) de la que disponen las otras líneas de metro. ¿Por qué Rambla, un político de natural moderado, pretendía cortar de forma tan poco democrática un debate inevitable en cualquier sociedad libre? ¿Una demostración de inseguridad por parte del Gobierno valenciano? Probablemente.
En su comparecencia, Rambla no quiso aclarar si se trataba de una amenaza a la prensa, a los sindicatos o a los demás partidos. Aunque una alusión a "gente con pocos escrúpulos que intentan buscar beneficio político en todo momento" parecería indicar que se trata de una diatriba contra la oposición, con la que hoy el Gobierno valenciano debatirá sobre el tema en las Cortes. Sin embargo, en este asunto el problema para el Gobierno valenciano no es la oposición, sino la opinión pública. Lo relevante no son las dudas que pueda sembrar el PSOE, o Esquerra Unida, porque la desconfianza se generó en la opinión pública de una forma natural pocas horas después de producirse la tragedia. Fueron los comentarios de los usuarios de la línea quienes, a través de los medios y de boca en boca, conformaron un estado de opinión muy definido. A las pocas horas de la tragedia, los usuarios transmitieron la idea de que la línea estaba anticuada y que hacía tiempo que temían que se produjera una accidente. De forma que cuando la caja negra desveló que el tren circulaba al doble de la velocidad permitida, la opinión pública daba por sentado que si se hubiera modernizado la línea y mejorado sus sistemas de seguridad, el accidente no se habría producido.
Pero además, a lo largo de la semana pasada han sido muchos los comentarios en las radios, en los foros de los periódicos, en Internet y sobre todo, en las tertulias de café que han coincidido en establecer una correspondencia entre la idea del abandono en las infraestructuras básicas y el gasto desmedido en lujosas obras y fastos innecesarios, de los que el montaje para la visita papal en la rutilante Ciudad de las Artes y las Ciencias serían su quintaesencia.
¿Cómo se ha podido instalar en buena parte de la opinión pública ese correlato? Probablemente porque durante los meses preparatorios de la visita de Benedicto XVI, ha sido tan desmedido el despliegue de medios, tan descarado el uso partidista, tan arrogante la respuesta sobre el presupuesto ("lo que haga falta", dijo Rita Barberá) y tan opaca la información sobre el gasto, que el Partido Popular acabó por desenfocar el contenido religioso del encuentro de las familias, que de esta forma iba percibiéndose como un montaje de pura propaganda política.
Sin embargo, todo eso quedó en un segundo plano cuando el Papa pronunció su primer discurso en el aeropuerto militar de Manises. El dolor se hacía dueño de la escena. La magnitud de la tragedia obligaba a introducir cambios en el guión. El drama impregnaba todo el encuentro y el Pontífice -al igual que hacía el Rey- tenía que consagrar una parte de sus discursos al recuerdo de las víctimas y a la solidaridad con las familias. La imagen de la primera jornada de la visita era la fotografía del Papa en la estación de Jesús, un escenario que no estaba previsto. Y más allá de lo estrictamente religioso, el mensaje ponía de manifiesto sentimientos puramente humanos: la fragilidad de la existencia, lo incomprensible de la muerte, la piedad ante el sufrimiento del otro. Esos sentimientos han estado presentes a lo largo del resto de un encuentro que, a pesar de los fuegos artificiales de la noche del sábado, había perdido el carácter festivo. Finalmente la ausencia de beligerancia con el Gobierno socialista hizo que los discursos del Papa sobre la familia tuvieran un tono más pastoral y menos politizado de lo que la actitud de los obispos españoles hacía prever.
En conjunto la visita Papal ha contribuido, pues, a rebajar la crispación política. Pero la comparación entre la fastuosidad del encuentro y determinadas carencias sociales, lejos de acabar con la visita, se va a convertir en un argumento del debate de fondo sobre las prioridades de las inversiones públicas. Y esa no es una cuestión que se dirima en los tribunales.
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