El factor humano de la catástrofe
No habíamos asimilado todavía la dimensión de la catástrofe del metro cuando los portavoces del Gobierno hablaban ya de "accidente fortuito", cumpliendo así con su obligación de sosegar los ánimos, desactivar hipótesis temerarias y responder a la insoslayable pregunta del por qué. Y, en efecto, todo indica por ahora que se ha tratado de un accidente en el sentido de que no consta que alguien provocase conscientemente este horror. Otra cosa es que no se hayan concatenado causas suficientes como para descartar la fatalidad o el azar muy propios de la tragedia griega, pero irrelevantes cuando interviene el factor humano. Cual es el caso.
Como no ha faltado información, infogramas y fuentes contrastadas podemos establecer casi plenamente la etiología de este suceso extraordinario que se predeterminó cuando diseñaron esa curva fatal -rebautizada mientras exista como curva de la muerte- para unir las líneas 1 y 2. Debió ser cosa de los mismos ingenieros que otrora sembraron España de carreteras con trazados absurdos y peraltes al revés. Una chapuza, la del metro, que debió de haberse enmendado por cualquiera de las sucesivas administraciones. Eso, o bien dotarla de todas las medidas de seguridad una vez identificado ese trazado como un punto peligroso, además de viejo. Nos referimos al sistema ATP para limitar automáticamente la velocidad superior a la permitida.
A pesar de estos precedentes, el consejero de Infraestructuras y Transporte, José Ramón García Antón -¡qué denuedo el suyo dando la cara por un Consell y un presidente mudos!-, ha asegurado que se trataba de un sistema de seguridad "suficiente". No lo era, como es dolorosamente obvio. Aparte de que el mismo Gobierno autonómico se apresuró a poner de relieve las inversiones hechas y los 431 millones de euros programados hasta 2010, si es que gobierna. O sea, que era sensible a estas deficiencias que los usuarios de la línea percibían a diario. Pero en el orden de las prioridades inversoras se había relegado, lo que se describe de todo punto como una decisión política. Como lo es preferir la construcción del Ágora inútil en la Ciudad de las Artes, por ejemplo, por no citar otros derroches.
Es en este contexto donde debemos situar el último eslabón de la cadena. Nos referimos al exceso de velocidad con que el conductor del tren encaró la curva. No se sabe, o no sabemos, qué pudo pasar por la mente -pues aseguran que la necropsia no ha revelado nada pertinente en el cuerpo- de quien venía siendo un técnico prudente y capacitado para la tarea, aunque se haya apuntado que le faltaba rodaje en ese puesto de trabajo. ¿Cuánto? Sin desdeñar el tanto de responsabilidad que pudiera incumbirle, debe admitirse que los mimbres del siniestro estaban dados y todos en su conjunto hay que considerarlos como el aludido factor humano.
Resulta lógico y comprensible que el Gobierno haya querido desde el primer momento atajar toda sospecha que le roce, y tampoco parece haberse mostrado muy propicio a la investigación del suceso. Tiene pánico a que el 3-Julio cobre visos políticos similares al 11-M madrileño, no obstante ser trances tan distintos. Pero la mejor manera de conjurar tal riesgo consiste, a nuestro juicio, en afrontar sin trabas las pesquisas y asumir las responsabilidades que hubiere y le correspondan. Tendrá su oportunidad el próximo martes en el pleno de las Cortes, comparecencia que podría aprovechar para dar también cuenta del accidente que se produjo en esa misma línea de metro, cerca de Picanya, en setiembre de 2005, con un balance de 37 heridos. Aún sigue sordo a los requerimientos que se le hicieron.
No podemos cerrar esta crónica sin dejar constancia del plausible rendimiento de los servicios de emergencia. Se movilizaron con una rapidez insólita, tanto la policía como los bomberos y sanitarios. Dio la grata impresión de que estaban prestos para afrontar cualquier acontecimiento, por grave que fuese. Suponemos que, en buena o su mayor parte, esa eficiencia hay que endosársela a la visita del Papa. Confiemos en que no tengamos que comprobar nunca más tal pericia. Basta con saber que están ahí.
COMO EL 19 DE MARZO
No hay fuentes que acrediten todavía cuántos peregrinos han acudido a la llamada del Encuentro Mundial de las Familias. ¿Un millón, más, no tanto? Depende de la fuente, a la espera de que la Policía Local haga sus cálculos y modere las euforias, como siempre. En todo caso, la verdad es que el espacio urbano más mollar de Valencia -Centro Histórico y buena parte del Jardín del Turia y su entorno- se han vestido de amarillo y blanco, de fiesta y jolgorio. Eso no hay quien lo niegue. Para los discrepantes queda el consuelo de que todo acabará esta noche, más o menos como cada 19 de Marzo, pero sin pestazo de aceite requemado de buñuelos. Paciencia.
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