Gobiernos en libre competencia
Las ciudades y los pueblos de Euskadi están cambiando, y con ellos cambia el semblante de sus habitantes. Se extiende un manto multicolor que altera la identidad del paisito. Esa mudanza tiene que ver con la globalización, la denostada globalización, aunque sus detractores, paradójicamente, se resisten a relacionar ambos fenómenos. La emigración cambia el tenor de nuestras calles, pero con ella no sólo se decide la suerte de los modelos económicos o culturales, sino que afecta también a los proyectos políticos.
El dinamismo de los mercados (esos mercados donde concurren la tecnología, el capital y la fuerza de trabajo) también pone en cuestión la inercia de los Estados. Lo que caracterizaba hasta ahora al Estado era su condición monopolística, absorbente; la ausencia de competidores en un territorio acotado. El Estado acaparaba el ejercicio de la violencia y el concepto mismo de poder constituido. No sólo se adueñaba de la autoridad pública sino que excluía de su ejercicio a cualquier competidor. Pero la globalización modifica esos presupuestos. El planeta experimenta masivos desplazamientos de población. La gente se mueve por motivos económicos, pero también sigue habiendo casos de persecución religiosa o política. Ello representa un diario referéndum que califica, en un sentido o en otro, la funcionalidad de los distintos Estados y su aptitud para ofrecer a las personas cobijo y bienestar material.
Aunque esto sólo sea cierto en algún modo, los Estados están entrando en un mercado de libre (relativamente libre) competencia. Es posible apreciar modelos exitosos, países a los que, literalmente, todo el mundo quiere ir a vivir, y países donde sólo quedarán los que ni siquiera puedan fugarse andando. Uno de los ejemplos claros lo constituye el continente americano. Desde cierto discurso, Estados Unidos es la materialización del mal en las más variadas vertientes: capitalismo económico, desamparo social, imperialismo político, fundamentalismo religioso. Realmente parece difícil imaginar un lugar peor donde vivir. Pero la realidad diverge de ese discurso y lo desdice diariamente. Todo el continente experimenta una irresistible atracción que sigue fijando en Norteamérica la imagen de la tierra prometida. Muchos han convertido el odio al gigante norteamericano en una ideología, pero nadie ha explicado por qué millones de latinoamericanos no sólo quieren vivir allí, sino que consideran el colmo de la felicidad acceder a su ciudadanía, a su pasaporte, a su himno y su bandera, para ellos y para sus hijos.
Los Estados nacionales heredaron del Antiguo Régimen la feudal adscripción de las personas al poder territorial constituido. El súbdito sometido al príncipe se convirtió en ciudadano sometido a unas elites políticas. Pero hoy muchos Estados ni siquiera pueden garantizarse la estabilidad de sus poblaciones; desde luego no pueden garantizarse la de los sectores más dinámicos. Siquiera porque estos sectores se van, muchos países están abocados a un proceso de descapitalización demográfica, intelectual y humana. Ese es el último y más trágico empobrecimiento que está experimentando África: su vaciamiento de jóvenes emprendedores e inquietos.
Lo cierto es que, con unas consecuencias en buena parte aún imprevisibles, la extraordinaria movilidad de la población mundial lleva camino de disolver ese último elemento de arraigo nacional que constituían los Estados, y abre la expectativa de un inédito supermercado de los poderes públicos, donde también las organizaciones políticas se van a ver, se están ya viendo, sometidas a la ley de la oferta y la demanda. La visualización de ese fenómeno pondrá a ciertos sujetos, individuales y colectivos, en una situación comprometida, especialmente a los aparatos estatales liderados por tiranos abominables, gobernados por elites corruptas y administrados por camarillas inertes y somnolientas. A lo mejor empieza a ser difícil insistir en que la culpa de lo que ocurre en el planeta corresponde, precisamente, a aquellos países donde todos queremos vivir y a aquellas personas con las que todos queremos estar.
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