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Columna
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Por puntos

En algunos países de Latinoamérica lo llaman "licencia", igual que en el ámbito anglosajón. En otros lugares del mundo, "permiso", como señala en nuestro país el documento mismo. Pero nosotros decimos carné de conducir y a lo mejor esa denominación insípida es parte del problema. Del problemón que nos coloca a la cola europea en accidentes y muertes de tráfico. A lo mejor ese nombre que equipara el de conducir a otro carné cualquiera, al de miembro de un club deportivo o al de fiel cliente de una estructura comercial, a lo mejor ese nombre blando, anodino, nos impide situar la cuestión del tráfico en su sitio. He puesto a lo mejor, pero estoy convencida. Creo que si dijéramos habitual y abundantemente licencia o permiso no confundiríamos el ir al volante con cualquier actividad venial, ni perderíamos de vista que conducir no es un derecho sino casi un deber, o, en cualquier caso, una autorización que se nos concede con o bajo determinadas condiciones de uso.

Cada año en nuestro país miles de personas se dejan la vida en la carretera. Es indudable que ninguna sociedad en su sano juicio puede permitirse semejante sangría, y tampoco discute nadie ya que para taponar esa herida lo que se necesita básicamente es cambiar las mentalidades al volante. Un mecanismo de cambio mental que ha demostrado su eficacia en otros lugares de Europa es el permiso por puntos que acaba de entrar en vigor entre nosotros. Tengo entendido que la mayoría de la gente aprueba la medida. Yo también, fundamentalmente porque, igual que las denominaciones que defendía al comienzo de esta columna, la idea de puntuación pone las cosas en su sitio; en el sentido de que nos hace conducir en compañía de nuestra propia responsabilidad, o en permanente convivencia con ella. Entiendo que la clave del éxito en este asunto pasa por desmontar la idea de que los muertos del asfalto son cosa del azar o del destino, es decir, la noción de accidente (los partes y las noticias del tráfico deberían sustituir sistemáticamente ese término genérico y equívoco por el específico de cada situación: vuelco, colisión o atropello...debidamente adjetivados). El éxito pasa por desmantelar la socorrida coartada del accidente caído del cielo y construir en su lugar edificios cada vez más altos y más sólidos de conciencia y de responsabilidad. O lo que es lo mismo, pasa por reemplazar la casualidad por la causalidad individual y colectiva.

Se ha señalado también, y resulta evidente, que el cambio de mentalidades que el permiso por puntos persigue se apoya en argumentos esencialmente represivos: en la contundencia de sanciones administrativas y penales cada vez más severas y costosas. Es, en ese sentido, un sistema insuficiente que hay que completar con otras medidas preventivas y educativas. La cuestión es, entonces, cómo diseñar y organizar esa enseñanza básica. Hay quienes apoyan el que la educación vial sea una asignatura más en las escuelas. Como hay quien defiende la necesidad de una asignatura de civismo, de una de anti-sexismo, etc. Yo no veo del todo claros los beneficios de convertir esas sustancias cívicas en materias curriculares. Finalmente, todo, la igualdad de género, la sana convivencia o la actitud responsable al volante, todo se reduce a lo mismo, a una cuestión de respeto por los demás, por el otro. Un respeto que no debería disociarse o distinguirse del resto de las asignaturas, sino impartirse en el seno de todas, desde la lengua hasta la geografía, pasando por las ciencias naturales y el deporte escolar.

Me dirán que para enseñar y aprender a respetar al otro primero hay que pensar en el otro, y antes de eso asumir que hay otros, montones de otros viviendo por ahí y por aquí. Primero pensar en el otro, en lugar de pasarse la vida incentivando el culto único o la docencia única de nuestra mismidad. Pensamiento fundamental del otro que parece incompatible o en franca contradicción con la existencia de un currículo propio. Pero eso es otra historia que voy a dejar para otro día.

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