24 horas en el purgatorio
Dos periodistas de EL PAÍS pasan un día en una de las zonas más degradadas de la capital
en Madrid. Sus clientes se resguardan en las callejas porque 10 policías vigilan día y noche la plaza. Ocurre desde hace una semana, cuando los vecinos denunciaron la degradación de la zona en un vídeo y una prostituta murió apuñalada por su ex compañero. La vida del barrio lucha ahora por volver poco a poco a la normalidad perdida. Los expertos consideran que dar seguridad a los vecinos es el primer paso. Luego deben promoverse actividades económicas y culturales que inviertan la espiral de degradación que sufre la zona.en Madrid. Sus clientes se resguardan en las callejas porque 10 policías vigilan día y noche la plaza. Ocurre desde hace una semana, cuando los vecinos denunciaron la degradación de la zona en un vídeo y una prostituta murió apuñalada por su ex compañero. La vida del barrio lucha ahora por volver poco a poco a la normalidad perdida. Los expertos consideran que dar seguridad a los vecinos es el primer paso. Luego deben promoverse actividades económicas y culturales que inviertan la espiral de degradación que sufre la zona.El callejón del Horno de la Mata huele a amoniaco y plástico quemado. Es el humo de la pasta base de cocaína que cada cinco minutos se meten en los pulmones los toxicómanos. Consumen su vida en los alrededores de la plaza de Soledad Torres Acosta. Ahí, tres personas controlan el negocio de la droga. Alrededor de ellas sigue girando la vida de unos 25 individuos que roban, se prostituyen y malviven en la calle.
"Cuando se marche la policía y las cámaras de televisión, esto volverá a empezar"
Al caer la noche la plaza se queda desierta y el panorama del día cambia radicalmente
Estos días, la fuerte presencia policial ha desplazado sus rutinas a las calles aledañas, y los vecinos, por primera vez en muchos años, pasean tranquilos por su plaza. "Esto es atrezzo. No es real. Está muy bien, pero cuando se marche la policía y las cámaras de televisión, volverá a empezar", cuenta con gran escepticismo Juan Ignacio Fernández, vecino de la zona.
A primera hora de la mañana 10 policías custodian la plaza. Laura y Magda, una colombiana de 22 años y una cubana de 29, esperan al primer cliente en la calle del Desengaño. Laura está embarazada: 25 euros media hora, más la habitación, que son otros cuatro euros si es en uno de los pisos privados de Ballesta. Trabaja sola. "Mis únicos chulos son mis hijos", bromea.
A escasos metros, en Concepción Arenal, hay un pequeño bar. Su caja registradora tiene un dedo de polvo encima. Una toxicómana vigila la puerta y un chino está detrás de la barra. "Ahí sólo hay yonquis y desgraciados", dice una prostituta. La policía admite que en el bar pasan las horas los vendedores de droga. Pero la cuestión, dicen, es pillarles in fraganti. En la calle hay todavía poco trajín. Laura y Magda siguen sin estrenarse. "Por culpa de los yonquis y la violencia estamos a dos velas", protestan. Algunos toxicómanos empiezan a entrar y salir del callejón.
"A veces duermo aquí, si tengo dinero voy a una pensión. Ahí abajo nos dan de comer", explica un toxicómano, señalando hacia la Corredera Baja de San Pablo, donde las monjas dan comida a los indigentes. "¿Te llevo a pillar algo? Estaré aquí todo el día", ofrece el mismo individuo con barba y un temblor terrible en las manos. Hacer de intermediario permite a algunos yonquis fumar un poco de la pipa del comprador. La mayoría consume pasta base o basuko, un tipo de cocaína sin tratar. Es una sustancia parecida al crack. A diferencia de la cocaína para esnifar, se evapora a bajas temperaturas, lo que la convierte en una droga perfecta para ser fumada. Sus efectos son opuestos a los de la heroína. Una subida rápida, en unos 10 segundos, y una caída más fuerte.
"Esa pareja llegó hace unos meses. Eran normales, tenían buen aspecto. Ahora son cadáveres", cuenta un vecino señalando a dos chavales que esperan en la esquina de Pizarro y Pez, a un par de manzanas de la plaza. Ella está muy delgada. Morena y de ojos claros. Parece demasiado joven. Él es un poco más mayor. Su rostro enjuto oculta un atractivo destrozado. Un hombre con una camiseta roja les adelanta y deja algo en el suelo. Lo recogen y doblan por la calle del Marqués de Santa Ana. Se sientan en un portal, lo reparten y se lo fuman. Vuelta a la plaza. La chica se coloca en una acera de Desengaño. El novio la vigila con los amigos desde enfrente. Un hombre de unos 70 años la mira. Se acerca. Pregunta. Regatea y se va con ella. Los chicos sonríen y siguen hablando. Esta vez el mono no tendrá tiempo ni de llamar a la puerta.
Este tipo de prostitución no es el más común en la zona. Pocas consumen droga. "Vivo en una pensión que me cuesta 30 euros al día. Pago a una niñera para que cuide a mi hija, tengo que comer y mantener a mi familia en Cuba. No es dinero fácil", avisa Magda.
A las dos empiezan a salir oficinistas. Se sientan a comer en los restaurantes de la zona. En la cafetería Nebraska, en la Gran Vía, o en el Public, en Desengaño. Fuera, Magda se va con su primer cliente. El cristal del restaurante separa a inquilinos del mismo barrio que raras veces interaccionan.
Después de comer, un vecino toma café en su casa. Sólo se oye el soplido del aire acondicionado. "Es la primera vez que puedo estar así", cuenta. Desde su casa se ve el bar Esteban. Dentro del establecimiento, el hombre de la camiseta roja, quien según los vecinos es el principal vendedor de droga de la zona, toma un café y charla con toxicómanos.
"Es un problema que tiene que existir. Pero me conformaría con tener debajo de casa sólo mi ración de realidad y no la de toda la ciudad", explica este vecino. Una noche, mientras dormía, los gritos de una yonqui en el callejón de Horno de la Mata lo despertaron. "No paraba de chillar: '¡Mi cucharilla! ¿Dónde está mi cucharilla?", rememora. Tras varios minutos, le tiró una cuchara por el balcón para diluir la heroína e inyectársela. "Y de ésas, mil", protesta.
A las cinco el sol quema la plaza. A 33 grados, un indigente duerme con un plumas de pleno invierno. La policía lo despierta, pero se sienta tres metros más allá. En los columpios juegan unos niños. La plaza revela una arquitectura ideal para la marginación. Desniveles, escondrijos para la droga y soportales para dormir. Hoy los yonquis la evitan y siguen con su ir y venir desquiciado por las calles aledañas. Siempre los mismos.
En Ballesta, al lado de la entrada principal de la unidad de la Policía Municipal, tres chavales inhalan base tranquilamente. Un policía hace guardia en la puerta y mira hacia otro lado. "La plaza está limpia, pero ahora tenemos el problema concentrado aquí", se quejan dos vecinas de esa calle. Del portal contiguo, donde se alquilan habitaciones, entran y salen las prostitutas con sus clientes.
Rafa y Marifer viven desde hace 15 años en el edificio de al lado. "El barrio ha estado así siempre. Tuvimos una vecina que vendía droga y los yonquis que se equivocaban de piso nos despertaban de madrugada". Su niña de dos años se baña en una piscina de plástico y juega con una vecina. Su terraza es un oasis. "No estamos en contra de los toxicómanos. Son seres humanos y habrá que ayudarles de alguna forma", explica Rafa. No les importaría que se habilitase una narcosala en el barrio.
Al caer la noche, la plaza se queda desierta. El panorama del día cambia de forma radical. Los bancos y los columpios se quedan vacíos. En la zona sólo montan guardia dos coches patrulla de la Policía Municipal y de la comisaría de Centro. "Muchos de estos indigentes y yonquis se refugiaban en solares que estaban abiertos. Ahora los han tapiado y se han tenido que tirar a la calle", comenta un agente de Centro, al iniciar su turno. "Pillarles in fraganti es muy difícil. Los camellos tienen la droga en la boca, y en cuanto ven peligro, se la tragan. No les pasa nada porque llevan bolsitas envasadas al vacío", añade su compañero, ambos de paisano.
El periodista se une a la pareja durante las siguientes nueve horas. A las once y media de la noche, sólo hay un indigente guineano en la plaza que se pone nervioso al ver a los policías. Se le cae la dosis. "Muchos creen que aquí viene a pillar gente sin dinero. Pero hemos visto empresarios y abogados en coches muy caros", comenta el policía. La noche se llena de contrastes. En un teatro cercano hay una fiesta. Los invitados visten esmoquin y trajes largos. Pasan delante de algún mendigo que se arrulla en un banco.
Las calles aledañas también están tranquilas. Hay fiestas en el barrio de Chueca y los amigos de lo ajeno deciden que hay más clientes a unos 400 metros de la plaza de Soledad Torres Acosta. Las prostitutas, sin embargo, mantienen sus puestos en Desengaño y Ballesta. "Como sigan viniendo periodistas, van a venir todos los locos a matarnos", comenta una prostituta mientras bebe cerveza.
El tiempo pasa lento. El silencio se mantiene, mientras a lo lejos se oye alguna sirena. De repente, irrumpen en la plaza unos trabajadores de la limpieza. Con un enorme camión cuba empiezan a baldear toda la plaza y a asearla por los cuatros costados. "Ahora trabajamos con mucha tranquilidad. Antes teníamos que limpiar la plaza a las cuatro o las cinco de la mañana para que estuviera limpia al menos una hora. Ahora podemos hacerlo a esta hora [las dos de la madrugada] y nos aguanta la noche", comenta un encargado.
Los agentes de paisano deciden ir por otras calles. Así ven a un yonqui preparando su dosis en la calle de Lara, junto a la Gran Vía. "Nos ponemos aquí porque en la plaza no nos dejan ni pincharnos", afirma Antonio.
Mientras, en Chueca bulle la música y la diversión. Miles de personas se divierten por las fiestas del barrio. Los descuideros están a pleno rendimiento. Los agentes han detectado a tres grupos de carteristas en la plaza de Chueca y en la calle de Gravina. Les observan de lejos para no levantar sospechas, hasta que se acercan a ellos y les piden la documentación. Pasan los nombres por la emisora policial y uno de ellos está en busca y captura. Su amiga se queda perpleja. Antes de meterlo en el coche patrulla, se dan un fuerte abrazo y un beso. Ella se queda con ojos lagrimosos.
Próxima parada, la confluencia de Fuencarral con Augusto Figueroa. Mientras los agentes identifican a un joven por hacer una pintada en un escaparate, un camello vende papelinas. Los policías actúan rápido. Se van a por este segundo, que, dentro de su despiste, les ofrece "farlopa" (cocaína). Detenido, esposado y a comisaría. Allí se le incauta una caja de tranquilizantes, que era lo que realmente vendía como droga.
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