Afrancesados
Me he pasado la semana tratando afrancesados por todas las esquinas. Eso sí, no me he tropezado con Daoíz, ni con Velarde. Ni se me ocurrió pasar por la Puerta del Sol el día D, a la hora Zidane. La semana empezó afrancesada: homenaje a Feliciano Fidalgo, leonés y parisino, con mesa en la brasserie Lipp de Saint Germaine de Pres, responsable de que mezcláramos el botillo con el champagne francés y maestro del arte de hacer entrevistas calmadamente tempestuosas. Feliciano era un fiesta, un 14 de Julio permanente, una verbena con elegía y nostalgia de la canción francesa, un periodista que supo dar seriedad a lo burlesco.
Por los cursos de la Universidad Complutense y de Berzosa comenzaron a desfilar los afrancesados. Iñaki Gabilondo, afrancesado de Donosti, hijo de la Ilustración y de la memoria de la historia reciente de nuestro país, comedido amante del buen vino y degustador de trufas negras del Perigord. Indiscutido ganador del primer premio de periodismo, Feliciano Fidalgo, un premio de vino y cuadro del afrancesado y canario José Manuel Fajardo. Unas horas después, José Manuel Caballero Bonald, licenciado en vinos, jerezano y francés, descendiente directo del pensador tradicionalista, el francés vizconde de Bonald, inauguraba los cursos veraniegos con su mejor estilo de educado insurrecto, una manera educada de no bajar la guardia. Una poética invitación para seguir tomando las bastillas del pensamiento reaccionario. Volteriano e insurgente que no se conforma con cultivar su huerto así que pasen ochenta años.
El día del partido, sorteando a las tropas españolas que defendían la plaza, la patria y el orgullo -no al grito de "Vivan las cadenas", sino con el mucho más libertario e imaginativo de "¡A por ellos, oe!"-, me refugié del furor de la furia en el Círculo de Bellas Artes. Se presentaba el libro de Sofía Moro -como Moreau, pero españolizado- Ellos y nosotros, con su mirada iluminadora de los rostros y las voces de españoles de los dos bandos. En la presentación, los afrancesados Jordi Gracia y Javier Pradera, después de las alabanzas a un libro tan hermoso y necesario, miraban con inquietud sus relojes. La hora del partido estaba a punto de llegar y ellos habían quedado con el académico francés Jorge Semprún para ver la contienda por televisión. ¿Con quién iría monsieur Semprún? ¿Preferiría los azules a los rojos? Un enigma histórico.
En la presentación, una mujer más española y valiente que Agustina de Aragón, Rosario, La Dinamitera. Sí, la misma que luchó en el frente, la que perdió su mano derecha por defender la República; la misma a la que Miguel Hernández, compañero del alma, compañero, dedicó un poema en plena guerra. Ninguna sospecha de afrancesamiento en esta mítica luchadora que, después de perder la guerra y ganar la cárcel, vivió vendiendo tabaco en un céntrico estanco madrileño.
Después de La Dinamitera, habló un perdedor del bando franquista, un emocionado mutilado de guerra, José Ferrero, que ganó la guerra y perdió la paz. A continuación, Luis Iriondo, de Gernika, superviviente del bombardeo. Habló con tal serenidad y fuerza de lo que sufrió en aquel día de mercado en su pueblo, de la destrucción de las casas y las vidas, que nadie se movía de su asiento en una tarde de fútbol en la que medio país permaneció atento a la derrota. Iriondo sí tiene razones para ser afrancesado, el poco francés que aprendió en el desaparecido instituto de Gernika les ayudó a sobrevivir en la vecina, y no muy generosa, Francia, que veía venir a los alemanes. Nos transmitió su emoción. No nos arrepentimos de habernos perdido la primera parte del partido.
La segunda parte la vimos, como los anteriores partidos de nuestra querida y derrotada selección, en la casa de los García Montero, poético cuartel de invierno de una saga muy intelectual y futbolera. Unos son del Real Madrid; otros, del Atlético, dos formas de entender las derrotas. Pero por más discurso poético, por más viandas de cerdo ibérico y más vino patriótico que se le echara al partido, nunca estamos suficientemente preparados para las afrentas. Cautivos y desarmados, ese pacífico ejército de rojos, se negaron a seguir el brindis con champagne francés que nos propuso el ovetense poeta afrancesado Ángel González. Ni sus llamadas a brindar por Mallarmé, por Voltaire o por Rimbaud nos animaron a brindar por los franceses. No es cuestión de orgullo, pero es que ni con rebeldes y apasionados poemas simbolistas se siente uno preparado para pasar otras temporadas en el infierno. El infierno serán los otros, pero siempre nos toca a los mismos. El poeta González, patriota no, pero sí compatriota, se quedó solo cantando esa bonita canción de Marsella. Algunos nos pusimos a recordar Roncesvalles. ¡Qué tiempos!
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