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Miriam Makeba inaugura con su arte el festival La Mar de Músicas

Hola y adiós. Era su primera vez en Cartagena -no en España- y a buen seguro que la última. Miriam Makeba, símbolo de la música de África y del compromiso con la libertad, se está retirando de los escenarios y es un privilegio verla y escucharla. Una gran dama de la canción. Como tal la valoró la mayoría del público, que llenaba el auditorio del Parque Torres, en la inauguración de la 12ª edición de La Mar de Músicas, y que la despidió con una cálida ovación.

Presentó a los músicos como sus hijos y hermanos. La familia estaba junto a ella. Su nieto, Nelson Lumumba, en los teclados y dirección musical, su nieta, Zenzi, en los coros, y hasta el pequeño bisnieto -"está aquí sólo porque son las vacaciones escolares", precisó- dándole un poco a las congas. Hace bien Makeba en rodearse de ellos: perdió a su única hija -la mamá de Zenzi y Nelson- hace ahora veinte años y aún hoy lleva ese dolor en el alma.

La banda de Mamá África es panafricana: bajista camerunés -los ases del continente con ese instrumento-, guitarrista senegalés, percusionista de Guinea-Conakry y batería de Zimbabue.

A los achaques de la edad -bueno es llegar a los 74 cuando con treinta y pocos a una le han diagnosticado un cáncer y dado tres meses de vida- se sumaron estos días unos problemas de salud que la dejaron mermada. Está bien de voz, aunque la economiza refugiándose entre sus cuatro vocalistas que dejan claro que en la música surafricana hay resonancias hermanas del soul o el gospel en una original visión zulú o xhosa.

Un canto a África

Dejó destellos de su arte en momentos como África es el lugar al que pertenezco que arranca más de una lágrima cuando la canta en su país. O con la deliciosa Mbube, que se convirtió con los títulos de Wimoweh o The lion sleeps tonight en la canción más popular de Suráfrica, la tierna Malaika y, claro, Pata pata, que todos esperaban y que puso a la gente de pie. La canta con resignación y con meneo de posaderas: ella la hizo famosa en el mundo, pero que le pesa ya como una losa.

Encuentro y despedida. Quiso dar las gracias, con dulzura y firmeza, a quienes hicieron oír sus voces -sin mencionar la palabra apartheid- para la libertad en Suráfrica; recordó a los chicos que hace treinta años se enfrentaron con sus cuerpos y piedras a los perros, fusiles y tanquetas de la policía en Soweto, y también a los líderes que les enseñaron a ser pacientes y a perdonar.

La noche la cerró el rap melódico de Emmanuel Jal, un sudanés cristiano con la esperanza y la sinceridad en sus ojos, que cambió el AK-47 por un micrófono. Aunque su música corre el riesgo de quedar oscurecida por la tremebunda historia del niño soldado que empuñó un arma con siete años tras reclutarle el Ejército Popular de Liberación de Sudán. También a él le han marcado las palabras de paz de Mandela. Y rapea "ya no puedo esperar ese día en que la gente maravillosa regresará a casa".

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