Un Nobel imperturbable
ESTE COMENTARIO -que no crítica, pues el género me abandona- podría ser una necrológica retrasada, pues Claude Simon nos abandonó el 6 de julio del año pasado a los 91 años, pero aprovecho para hilvanar la publicación de este gran volumen de la Bibliothèque de La Pléiade, que incluye un buen muestrario de su obra, aunque no integra -la selección es del autor- dos de sus mejores novelas, Las Geórgicas y La Acacia, o la final, El tranvía que es una pequeña joya, extraída de sus recuerdos infantiles. Recuerdo que en el otoño de 1984, Claude Simon pasó por Madrid para actuar en el Instituto Francés, donde dio una conferencia de implacable hermosura sobre la descripción en Balzac como un elemento básico para crear una nueva narratividad. Con dicho motivo, le entrevisté en estas mismas páginas de EL PAÍS, porque me resultaba curiosa su reivindicación de Balzac por parte de tan destacado representante de lo que llamábamos nouveau roman (que reivindicaba más a Flaubert) la última vanguardia narrativa coherente que haya conocido el mundo hasta hoy, cuando ya el mercado global ha aniquilado por doquier toda tentación experimental. Hasta en su propio país, la batalla contra el nouveau roman ha sido brutal durante más de medio siglo, acusándola sobre todo de haber causado el desvío del público por su dureza y rigor expresivos y por el dogmatismo de sus posiciones. Quizá sus atacantes tuvieran razón, aunque sus resultados hayan sido de tal pobreza que las letras francesas parecen haber desaparecido del mercado universal y desde luego del nuestro casi del todo. Nadie ha sustituido a los grandes representantes del nouveau roman, el reinado del mercado ya es total, y frente a ese cataclismo literario la obra de Claude Simon ha caído en el olvido casi por completo, salvo la atención prestada por la crítica anglosajona y nórdica.
El Premio Nobel de Literatura, que recayó en Simon un año después, 1985, tuvo todo el aspecto de ser una rectificación, pues, como me dijo él en la entrevista citada: "No me lo darán jamás", exclamó amargamente, "a estos suecos no les gustan los escándalos", refiriéndose al provocado por un académico sueco que en 1983 había protestado por haberle concedido el premio al británico William Golding "en lugar de a un gran escritor como Claude Simon", aunque el escándalo no llegó al río. De hecho, el contrincante de Claude Simon fue aquel año nada menos que su compañero de movimiento y de generación que era -y es, felizmente- Alain Robbe-Grillet, pero al parecer, los excesos eróticos de su cine asustaron a algunos miembros de la Academia Sueca.
Mientras tanto, Claude Simon, de maneras discretas e imperturbables, se presentaba en aquellos años como un escritor casi retirado, un curtido campesino vestido con un chaquetón de cuero negro, un caballero rural que cultivaba sus viñas desde su caserón familiar de Salses, en las cercanías de Perpiñán. Lo que no impidió a Claude Simon que al recoger el premio le dijera en privado al rey de Suecia que era la primera vez que el descendiente de un general de Napoleón (de la estirpe del mariscal Bernadotte) entregaba el premio a otro descendiente de otro general del mismo Napoleón, que era el propio Claude Simon, descendiente del convencional Jean-Pierre Lacombe Saint-Michel.
Pues Claude Simon había nacido 1913 en Tananarive (Madagascar) donde estaba destinado su padre, militar de origen campesino del Jura, que murió al año siguiente en Verdun cuando empezaba la Gran Guerra. Pasó su infancia en Perpiñan, de donde era su casi aristocrática familia materna, pero, al fallecer su madre, se educó con unos tíos en París, donde estudió en el colegio Stanislas. Quiso ser pintor -la fascinación por la pintura atraviesa y explica toda su obra literaria-, frecuentó los medios anarquistas que le llevaron a Barcelona a militar en las filas republicanas durante los primeros días de la Guerra Civil española, cuyos recuerdos le inspirarían otra de sus buenas novelas, Le Palace. El estallido de la Segunda Guerra le sorprendió como oficial de caballería en Flandes, cuya fulminante derrota iba a testimoniar en su gran primera obra maestra La ruta de Flandes. Fue hecho prisionero, aunque pudo evadirse y escapar a la zona "libre" del sur de su país y luchar en las filas de la Resistencia contra los alemanes, hasta que en la posguerra se dedicó ya por entero a la literatura.
Para entonces, la figura de Simon fue integrada por Jerôme Lindon en su editorial de Minuit en el conjunto de la operación del nouveau roman, como uno de sus más importantes pilares, al lado de Nathalie Sarraute, Robbe-Grillet, Michel Butor, Claude Ollier, Robert Pinget, con los añadidos de Samuel Beckett o el transitorio de Marguerite Duras (como se ve, nada malo, pues ahí habría dos Nobel, un Goncourt, dos Pléiades y tres supervivientes implacables). Como final, aquello -la destrucción del relato, la fragmentación del tiempo, la desaparición de los personajes- no era un verdadero grupo, sino una "asociación de malhechores" como ironizaban la primera y el segundo, pues cada cual iba por su lado.
Toda la obra de Claude Simon viene de la pintura, de la manera como se puede ver un cuadro, de lejos o de cerca, desde los conjuntos claros y lejanos hasta las más intrincadas y diminutas pinceladas, donde se utiliza la descripción para torpedearlo todo -y así renovarlo todo- en un incesante ir y venir además entre el tiempo y la historia. Al influjo faulkneriano se le añadió el de Marcel Proust, y la utilización aplastante y masiva del descripcionismo de un Balzac como un bulldozer. La pintura nos otorga la complejidad de lo real como visto por un telescopio. Todo son trozos, fragmentos, retazos, mezclas, combinaciones, introducciones en el tejido narrativo de unas tramas siempre existentes por debajo pero que hay que perseguir hasta la exasperación. Entre el tiempo y la historia se introduce la memoria, con su ir y venir continuo que segrega lo que llamamos literatura, que a su vez es reconstruida en permanentes ruinas por la magistral y siempre apocalíptica visión del escritor. Y así vamos de lo autobiográfico a lo histórico, de una guerra a otra, de los recuerdos de infancia hasta los de su familia, de las claves metaliterarias de La batalla de Farsalia -"de la Phrase" o "de Pharsale" todo es lo mismo- a Tripyique, Les corps conducteurs o Leçons de choses, para culminar en esas reconstrucciones que son Las Geórgicas, La Acacia y Le Jardin des Plantes, su penúltimo "retrato de una memoria". Este volumen recoge El viento, La ruta de Flandes, El Palace, los textos de La cabellera de Berenice ('Mujeres') y Discurso de Estocolmo, La batalla de Fersalia y Tríptico, terminando por la penúltima, Jardín de Plantas, dejando aparte desgraciadamente las tres citadas antes. Claude Simon no creó un mundo, sino que lo recreó a través de la palabra y la pintura, y ha sido un singular testigo de su época y del siglo XX.
Claude Simon: "Oeuvres". Alastair B. Duncan y Jean H. Dufy (editores). Gallimard. París, 2006. LXVI+1.664 paginas. 62,50 euros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.