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Columna
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La selección de fútbol como superproducto

Visto lo visto, resulta difícil entender que si el Gobierno, el Ministerio de Sanidad, las comunidades autónomas o los servicios relacionados con el bienestar, han comprobado el formidable impacto social que aportan los éxitos y fracasos de la selección no hayan dispuesto un plan integral para la formación, perfección y superación de jugadores.

Puede ser, como dicen en las tertulias de la SER, que la ley de paridad o del matrimonio homosexual nos hayan procurado prestigio en el extranjero pero ¿cómo compararlo con haber ganado el campeonato del mundo? Brasil no es todavía una potencia efectiva en esto o aquello pero siéndolo en el fútbol la marca Brasil se multiplica en músicas, aprecios políticos y difusiones de prendas boca a boca. La marca España, por el contrario, apenas levanta cabeza en el exterior.

Saberse vender debe asociarse, antes que nada, a ofertar un buen producto pero no es suficiente con eso. Ni el buen jamón, el aceite de oliva, el vino o las conservas de sardinas han logrado redondear la marca España. ¿Por qué no ensayarlo además con el fútbol? Sobre otros productos, el fútbol posee la ventaja de no requerir un diseño o una propaganda especial puesto que empleando las competiciones preexistentes, sin nuevas vías de distribución, el nombre victorioso podría generar notables rentabilidades. Por el contrario, como ocurre ahora, no es tan sólo el equipo español quien se devalúa, son todos los géneros con denominación española los que sufren el contagio aciago: la opinión de que no deben valer gran cosa.

¿Verdad? ¿Mentira? Para determinar la calidad de un producto se aplican baremos normalizados y la opinión de los diferentes especialistas. El fútbol resuelve este proceso de modo terminante y decisivo. El resultado del encuentro sitúa más alto o más bajo en la escala. Pero, por si fuera poco, el desenlace de una confrontación a partido único dictamina sin contemplaciones la presencia o la desaparición. La clasificación o la eliminación, siendo la segunda semejante a la muerte -o la grave herida- de la marca. En la clamorosa escena audiovisual ser un "eliminado" supone dejar de ser tenido en cuenta. El "eliminado" se esfuma de la competición mundial y en el periodo siguiente arrastrará además la memoria de su estigma.

Le hace más daño a la imagen de España, al PIB, a la investigación tecnológica, a las ferias internacionales radicadas aquí, al rendimiento del sistema educativo, a los pronósticos generales sobre nuestro futuro, la triste derrota del martes que el déficit comercial, la baja productividad, las chapuceras negociaciones con ETA o el fracaso en la aprobación del Estatut. Para bien o para mal, el fútbol mueve una energía emocional tan promiscua, rica y poderosa que altera un innumerable repertorio de factores. Y, constatada esta potencia, parece tan bobo como irresponsable no atenderla con la mayor preocupación.

Inglaterra, Francia, Alemania, Italia en cuanto grandes países de Europa han pasado a los cuartos de final. ¿Cómo no iban a hacerlo? Ahora bien, ¿lo consiguieron tan sólo porque sus jugadores poseen el don que no disfrutan los españoles? Claro que no. Se trata de países que han entendido y comprobado directamente, siendo alguna vez campeones del mundo, las fabulosas consecuencias, en todos los órdenes, que se derivan de ganar. ¿O todavía será necesario convencer de que el fútbol no es sólo un juego, un deporte, un entretenimiento y otros infantilismos por el estilo? ¿Será necesario explicar a las diferentes autoridades españolas y a los responsables de la gestión nacional que la emoción colectiva y su buen rollo mueve máquinas, felicidad, adhesión, colectividad, solidaridad, ganas de trabajar, de divertirse, de gastar, de invertir y de ser más?

Que históricamente no hayamos sido gran cosa como selección no puede atribuirse, a estas alturas, a los efectos de una supuesta etnia, una idiosincrasia, un carácter español, un fátum y atavismos por el estilo. La selección es un producto de mercado más, un gran producto. No estar al tanto de ello y no quererlo o saberlo fabricar cuestiona la competencia profesional y política de cualquier líder.

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