'Gezurrak, gezurrak, gezurrak'
En los libros de Historia, el pasado se organiza mediante una concatenación de causas y de efectos que otorga al mundo cierta verosimilitud (porque nuestro mundo, claro, no es real: le basta aparentar que es verosímil). Ello explica que el pasado siempre parezca revestido de cierta armonía causal, lo cual nos seduce hasta el punto de proyectar la fórmula también hacia el futuro: si hay gente capaz de explicar lo que ha ocurrido, su metodología debería ayudarnos a adivinar qué va a ocurrir después. La proposición tiene una lógica, pero su práctica, a lo largo de los siglos, ha sido un rotundo fracaso.
Entre pasado y futuro existe una delgada película de tiempo que denominamos presente. Habitamos ese emplazamiento quimérico, fugaz y, en el fondo, ficticio. La inmediatez con que las cosas se suceden nos coloca en una curiosidad parecida a la de los historiadores: si lo que ocurrió ayer es explicable, desearíamos explicar lo que va a ocurrir mañana. Habitamos en un filo de tiempo y desde esa azarosa frontera asistimos a toda clase de fenómenos: nuestra biografía íntima, nuestra experiencia en relación con los demás, el devenir de la sociedad a la que pertenecemos o el de todo un planeta convulso y complicado. Por habitar en esa delicada película que es el presente nunca llegaremos a comprender de qué manera se mueve la realidad, pero sí tenemos la apasionante oportunidad de vivirla y de experimentar con ella. Sobre muchas de las cosas que ocurren no tenemos la más mínima influencia, pero podemos asistir al cambio. Esa capacidad para obrar como testigo es uno de los más extraordinarios atributos que asisten a la conciencia.
En Euskadi asistimos ahora a uno de esos cambios. Nuestra incapacidad para leer en el futuro nos ha impedido anticipar este inesperado giro argumental. El cambio se produce en el contexto sociopolítico. Nadie puede explicárselo. Nadie sabe cómo ha sido, ni cuándo, ni por qué, pero todos tenemos la certidumbre de que se está operando una mutación extraordinaria y que ciertos fundamentos ideológicos, sociales, incluso estéticos, van a ser demolidos, se extinguen, agotan sus últimos días. No logramos explicarnos cómo ni por qué, pero está ocurriendo. Lo sabemos; lo saben los protagonistas. Está muriendo toda una cultura política que nunca ha mantenido la ética feroz y noble del soldado, sino la sucia eficacia del mafioso, del matón de taberna que aún se ríe del contrario, como se ríe Txapote durante el juicio, mientras soba el muslo de su novia en presencia de la familia de Miguel Ángel Blanco. Está muriendo ante nuestros ojos toda una estética de la descomposición, de la fermentación moral, de la halitosis. El hecho nos involucra como testigos.
¿Sólo como testigos? También como sujetos éticos. Porque hemos sido cobardes. Más o menos cobardes. Moderadamente cobardes. Hace muchos años yo oí a un imbécil gritar: "¡Aldaia, paga y calla!". Y lo hizo seguro de su invulnerabilidad, consciente del apocado silencio colectivo. El grito fue nítido y perfecto. Decenas, cientos de hombres hechos y derechos miramos hacia otra parte. E hicimos lo mismo, o parecido, en las tabernas, en las fiestas de pueblo, en aquellas sesiones de euskaltegi que retrataba Iban Zaldua en su libro Gezurrak, gezurrak, gezurrak; como lo hicimos en las escenas surrealistas en las que, después de criticar el último asesinato de ETA, siempre había un miserable que decía: "Pues también se mueren de hambre los niños en África". Hasta parecía que los niños le importaban. O lograba aparentar que le importaban más que a todos los demás. Y el mundo se retorcía bajo una moral incomprensible de exquisitas sensibilidades planetarias y horrendas excepciones vecinales.
Como siempre en la historia, nadie ha podido anticipar lo que ahora está ocurriendo. Lo grave era que, en nuestro caso, no sólo no hemos podido prever lo que venía: porque llegará el día en que, acerca de este asunto, ni siquiera el pasado nos parecerá explicable, y entonces nos preguntaremos, perplejos, cómo empezó todo, y cuándo, y por qué, y para qué.
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