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Columna
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Paz

Numerosas víctimas del terrorismo se oponen al proceso de paz con ETA. Unos están de acuerdo con ellas y otros no. No obstante, estos últimos siempre aclaran que comprenden su rabia y comparten su dolor. Pocos abordan, sin embargo, el aspecto práctico y ético de la cuestión, como siempre, dos caras de la misma moneda.

La paz implica por necesidad la guerra; guerra y paz son pareja de hecho indisoluble. En el decurso de la historia la una es la ausencia de la otra, y decidir cuál de las dos es natural y cuál anómala es ignorar la naturaleza humana.

Por consiguiente, hablar de paz es admitir que hay guerra, y aunque la guerra no confiere legitimidad a los bandos enfrentados, sí presupone en los beligerantes una motivación de orden superior. Ningún gobierno se plantearía iniciar un proceso de paz con las bandas que por estas fechas asaltan chalets, aunque lo hagan de un modo sistemático y causen víctimas mortales. No se les reconoce personalidad jurídica ni portavoz y su destino final no está en la mesa de negociación, sino en el trullo. Por el contrario, un pronunciamiento militar no tiene más dignidad, pero se llama guerra civil. En qué momento se franquea la frontera entre lo estrictamente penal y el conflicto armado es difícil de precisar porque la distinción pertenece al terreno de los signos.

En el caso que ahora nos ocupa, los signos parecen claros. La prolongación de los actos criminales de ETA y su influencia en la vida pública española han hecho que se vivieran como una auténtica conflagración. Así lo han visto los sucesivos gobiernos que han tenido que enfrentarse a ella, sin excluir, por supuesto, al Partido Popular, que en su etapa de gobierno la vivió, no sin razón, con espíritu de auténtica cruzada. De modo que el conflicto con ETA es una pequeña guerra, aunque detrás de su causa y su enunciado no haya más que un hatajo de asesinos.

En la lúgubre cadena de la historia, la paz es un hecho de guerra, en rigor, la última batalla de la contienda y, como tal, también deja víctimas, tal vez las más tristes, porque la vuelta a la normalidad las hace en apariencia inútiles.

Así son las cosas. Hamlet muere diciendo que el resto es silencio, y luego viene Fortimbrás y ordena que se lleven los muertos de la escena.

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