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LA CRÓNICA
Columna
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Progreso

Es difícil orientarse hoy en la Comunidad Valenciana. La construcción que durante estos años ha asolado el país, nos ha legado un paisaje irreconocible cuando lo comparamos con el de tiempo atrás. Un paseo por la costa pone ante nuestros ojos una serie interminable de urbanizaciones, casi todas ellas de un mal gusto peculiar. No es esta, desde luego, la opinión que sostienen los miembros del Gobierno valenciano, para quienes todo resulta admirable. ¡Felices miembros del Gobierno! Como se pasan el día encerrados en los despachos, en un infatigable laborar, su percepción de la realidad es completamente distinta a la nuestra. Pero la construcción no ha alterado solo el paisaje; también ha cambiado la sociedad y, con ella, el mundo de los negocios.

En la construcción, hasta hace muy poco, las cosas se hacían, más o menos del siguiente modo: un promotor interesado en levantar una gran urbanización con miles de viviendas hablaba con un alcalde. Tras algunas entrevistas, en las que se discutían diversas cuestiones, ambos llegaban a un acuerdo. A partir de ahí, la casuística variaba según las circunstancias. Por ejemplo, pasaba el tiempo y usted descubría que ese alcalde, que hasta entonces se había desplazado en un discreto automóvil, ahora se paseaba en un lujoso vehículo de gran cilindrada. Tampoco era la misma de unos meses atrás la cara de ese alcalde. Ni su modo de comportarse, que había adquirido, con el tiempo, una inusitada seguridad.

Con la compraventa de terrenos se dio un importante paso adelante. Del disfrute de un objeto de lujo, pasamos directamente a la acumulación de capital. ¡Es difícil ponerle puertas al progreso! Una modesta inversión de unos miles de euros se convertía, en unos meses, gracias a ese misterio que llamamos plusvalía, en una respetable fortuna capaz de asegurar un porvenir. La operación, claro, ya no era tan sencilla como cuando nos conformábamos con el disfrute de un objeto suntuario. El asunto, de una complejidad bastante mayor, necesitaba su tiempo para que el estómago municipal digiriera la correspondiente reclasificación.

Con la aprobación del plan Rabassa se produce un cambio sustancial en la forma de operar. Por primera vez, que nosotros sepamos, un ayuntamiento ha actuado públicamente a favor de un constructor. Es un avance significativo. El martes pasado, cuando la policía local de Alicante requisaba la pancarta con la que los oponentes del plan Rabassa pretendían asistir al pleno, mientras las permitía a quienes apoyaban a Enrique Ortiz, se cruzaba la nueva frontera de la política municipal. ¡El futuro pertenece a los emprendedores! Quienes pensaban que la acción provocaría la alarma social, se han equivocado. Y es que estos años de urbanismo salvaje han penetrado profundamente en la sociedad.

Cuenta Leonardo Sciascia, en las páginas de su diario, la anécdota de un amigo arquitecto que, al cabo de los años, encuentra a un compañero de colegio convertido ahora en un importante hombre de negocios. Después de unos minutos de intercambio de información y recuperada ya la vieja confianza de los tiempos de escuela, entran ambos en el terreno de las bromas y el arquitecto alude a un rumor que corría entre la población: "Me han dicho que te has vuelto ladrón". Sin alterarse, el otro le pregunta: "¿Y tú?". "Dicen que no", responde el arquitecto. "Entonces eres tú el auténtico ladrón: robas a tus hijos", replica el pez gordo. "¿Por qué? ¿Cómo?". "Porque mis hijos tienen algún que otro millón de francos suizos, y en bancos suizos. ¿Y los tuyos?".

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