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Reportaje:Los vecinos y las obras de la M-30

Una moto en el salón

EL PAÍS comprueba cómo 50.000 vecinos soportan 100 decibelios por la obra de la M-30. 250.000 viven a menos de 100 metros de las grúas

Daniel Verdú

Sisinio Hernando tiene 82 años. Vive en el primer piso del número 164 de la avenida del Manzanares, en el distrito de Carabanchel. Su sofá está a unos dos metros de la ventana y a unos cuatro de las grúas y perforadoras de las obras de la M-30. De su ventana, que ha de abrir en estas fechas para que la brisa, cargada de polvo, diluya el calor del inicio del verano. Desde hace meses soporta con estoicismo los temblores y el ruido "infernal" que se han instalado con él y su mujer en su hogar. "Ya no podemos mirar por la ventana, pero pondremos todo el día el DVD que nos ha mandado el alcalde", dice con sorna su mujer, en referencia al vídeo promocional de la M-30 que el Ayuntamiento ha mandado a los vecinos.

Los vecinos han aprendido a convivir con el ruido, el polvo y los temblores
"Lo peor es el pitido agudo y penetrante de las máquinas cuando maniobran"
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Este periódico comprobó a mediodía del viernes cómo un sonómetro homologado marcaba debajo de su casa 105 decibelios. El equivalente a tener un MP3 a todo volumen en la oreja.

El pasado viernes, con el concejal socialista responsable en materia de Medio Ambiente, Pedro Santín, y un técnico de su concejalía, EL PAÍS midió los niveles de sonido causados por las obras en una zona, entre el puente de san Isidro y el de Praga, donde se estima que viven 50.000 vecinos. En diferentes puntos del trazado llegaban a duplicar los decibelios permitidos por la ordenanza municipal. El máximo está fijado en 65. En algunos casos, como en Virgen del Puerto, a la una de la tarde el sonómetro se disparaba hasta 90 decibelios. En Aniceto Marinas, 12, media hora antes, marcaba 114: el equivalente al ruido que emitiría una moto a escape libre o al de una discoteca. La OMS considera que existe riesgo de lesiones con una exposición prolongada a ruidos superiores a 80 decibelios, y establece el umbral de dolor del ser humano en 120 decibelios.

Cuando mira por la ventana, Sisinio ve una nube de polvo que cubre permanentemente el puente de Praga de Madrid. Los camiones entran y salen de la nebulosa y las perforadoras se comen las entrañas de la tierra. De fondo, el agudo pitido de la marcha atrás de la maquinaria marca el compás de la desesperación de los 250.000 vecinos que viven a menos de 100 metros de las obras de la M-30 en todo Madrid. Les quedan otros 12 meses.

"Así no podemos seguir viviendo". Fernando Valdivia, vecino de Sisinio, contempla el ejército de máquinas con el que se topa al salir de su casa, en un barrio donde el aire acondicionado no es frecuente. Frente a su portal deconstruye su desdicha. "Mucha gente dice que cuando termine quedará muy bonito y nuestras casas valdrán el doble. Pero yo no quiero mi piso para especular, es mi única vivienda y necesito vivir tranquilo", insiste. La semana pasada, asustado por los temblores que sufría el edificio, llamó a la policía. "Si ponía un disco, saltaba por la vibración; a la vecina de arriba se le cayó un cuadro y trozos de cornisa del patio interior se desprendieron", explica mientras el conserje y otro vecino asienten. Uno de los obreros confirma que la policía ha venido en varias ocasiones a causa del temblor producido por una máquina que ellos llaman vibro. Un aparato que emite enormes vibraciones utilizado para introducir y sacar los tubos por los que se inyecta el hormigón en las estructuras subterráneas de la obra. El Ayuntamiento ha aportado mediciones en las que descarta posibles daños.

Algunos vecinos han aprendido a convivir con resignación con el polvo, el ruido y los temblores. Pero la idea de un verano con las ventanas abiertas vuelve a despertar la indignación colectiva. El viernes por la noche, Javier Laforga y algunos de sus vecinos del Paseo de san Illán, cortaron su calle. "Llevábamos cinco noches sin pegar ojo. Los camiones pasan cada cinco minutos por debajo de mi casa, día y noche", relataba indignado. El incidente comenzó cuando la hija de un vecino de Javier, una menor, que paseaba al perro, tuvo que escuchar de un obrero si quería compañía. Ahí empezó la refriega. "Bajamos a la calle y la cortamos hasta las tres de la madrugada". Dicen que seguirán haciéndolo. "El alcalde prometió que no se trabajaría por la noche, y no lo están cumpliendo. ¿Lo peor? Ese pitido agudo y penetrante de las máquinas cuando maniobran", añadía.

Pero no es sólo el ruido. Ana Díaz se mudó hace 11 años a la calle de Los Puertos. Su madre sufre asma y bronquitis crónica. En la calle de Canarias la polución de la estación de autobuses amenazaba su salud. Hoy vive rodeada de polución. "Limpiamos dos veces al día. Tragamos polvo a todas horas", explica. "Mi madre ha recaído del asma y mi padre ha sufrido un edema pulmonar. Quizá es casualidad...", dice con ironía.

Manuel Hernando tiene grietas en su casa. "No creo que se nos vaya a caer, pero es que no nos dan información", se queja. Bajo su vivienda, a unos 30 metros, el Ayuntamiento está construyendo un by pass. "Han inyectado hormigón a unos 16 metros y el edificio se ha elevado tres milímetros. Si lo ha hecho de forma homogénea no pasa nada, pero si no es así, podría ser peligroso", relata. "Confío en que no pase nada, sólo pedimos información", concluye.

El 26 de junio, una delegación del Parlamento Europeo visitará las obras de la M-30. La Comisión Europea se pronunciará sobre la legalidad de las obras. "Estamos preparando pancartas en inglés para que puedan entender nuestro sufrimiento", explica un vecino.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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