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Columna
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Atrapar un duende

El arte de contar tiene que ver con el gesto de llevarse un dedo a los labios y pedir un poco de su parte a quien nos escucha. "Y ahora tienes que prestar mucha atención" es lo que le decimos a los niños cuando nos sentamos por la noche en el filo de su cama y nos disponemos a contarles una historia. Esas son las palabras que pronuncia también Ricardo Darín al comienzo de la película La educación de las hadas y justo en ese momento empieza a producirse el prodigio.

El lugar está aislado y tiene todos los elementos para componer un universo propio: una hermosa pajarera de madera llena de jaulas antiguas, una casona con gruesos muros de piedra y una cocina de pueblo, muebles viejos, alguna estufa para caldear las habitaciones y un portón, que como los espejos de las fábulas, conduce al bosque.

Casi puede oírse el susurro de las hojas, de color ocre y rojo, mientras un niño de ocho o nueve años pedalea acalorado bajo el jersey y el anorak de invierno. Después se para, deja la bicicleta en el suelo, se abraza al tronco de un árbol y realiza ese acto supremo de esperanza que es pedir un deseo. En eso los niños no son diferentes a los adultos. Tampoco nosotros nos cansamos de pedir, aunque en nuestro caso lo hagamos casi siempre por desesperación.

Todas las historias que valen la pena tienen que ver con el deseo. No con el deseo como satisfacción de una necesidad, sino con ese rastro cervantino de estrellas que todos hemos casi tocado alguna vez. De eso habla la película de José Luís Cuerda, de que el paraíso existe aunque no tengamos ni la más remota idea de cómo se puede llegar a él. Tal vez solo por un golpe de suerte. Pero ese azar que hace que la vida de una ornitóloga francesa y su hijo se cruce en un avión con la de un inventor de juegos, tiene también su cara oculta.

Puede que en el fondo sea eso lo que intentamos enseñarles a nuestros hijos cuando les contamos cuentos, que el mundo es un lugar extraño donde pueden suceder cosas terribles o maravillosas. Aunque bien mirado tendrían que ser ellos los que nos enseñasen algo a nosotros, como Raúl, que conoce el delicado puzle de las pasiones de los adultos y sabe en el fondo lo atravesada que puede llegar a ser la vida, pero se resiste de un modo casi épico al desmoronamiento de su mundo. Por eso cree en cosas increíbles como los dragones y los ángeles, los números, los padres naturales o el lenguaje de las palomas. ¿Cómo explicar si no el milagro de que una muchacha inmigrante pueda convertirse en hada solo porque un niño ha decidido creer en ella?

La película no es, como se podría pensar, una fábula de encantamiento, sino una mirada franca que alcanza de lleno a los espectadores a veces con el vuelo alto del humor y otras con una cornada directa de los dioses. Pero así es la vida. En eso Cuerda no hace concesiones. La incertidumbre es nuestra condición natural y nadie podría representarla mejor que Irene Jacob vestida a lo grunge con unos vaqueros viejos y una camisa abierta, caminando a grandes trancos por el balcón de la casa mientras la música de Bebe va llenando la pantalla. Y es que las buenas historias no sirven para tener más respuestas, ni nos ayudan a comprender mejor el mundo, pero a veces, solo algunas veces, como en aquel poema de Emily Dickinson, nos permiten atrapar un duende.

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