_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Decodificando a Da Vinci

Con el Museo Guggenheim el paisito entró de lleno en el mundo de la gestión de derechos de imagen y del uso regulado de las marcas. En algún momento descubrimos, con sorpresa, que nuestro célebre icono cultural se halla blindado a esos efectos, y que la marca Guggenheim cuenta con estrictas condiciones para el uso comercial de su imagen corporativa. De hecho, la página web contiene un aviso legal tan riguroso que lleva a preguntarnos si no estaremos delinquiendo por escribir su nombre sin haber pagado un canon previamente.

Y es que la propiedad que sostiene el capitalismo contemporáneo no es material, como en el siglo XIX, ni financiera, como en el siglo XX. La propiedad clave del siglo XXI reside en los derechos de imagen y en su custodia, gestión y explotación. Los mundiales de fútbol de Alemania ya han generado 2.000 millones de euros en derechos de difusión y en contratos de publicidad. Otro ejemplo es el nuevo estadio muniqués, denominado Allianz Arena por la importante financiación que al mismo ha aportado una compañía de seguros. Todo indica hasta qué punto la globalización se vincula con la gestión comercial de las marcas y con su rentabilidad. El colmo de la avaricia la protagonizó una de esas viudas negras de la literatura, que llegó a registrar el nombre de su marido muerto para hacer de él una marca: Rafael Alberti.

Pero el capitalismo mediático-publicitario mantiene una injustificable salvedad, que ahora apunto para reflexión de los expertos. Siempre asoma algún sujeto, mejor o peor intencionado, que acabaría con el hambre en África vendiendo el Vaticano, desde las estatuas de Miguel Ángel hasta el último anillo cardenalicio. Hoy sólo un analfabeto podría suponer que porque esas cosas acabaran en manos de millonarios neoyorquinos o compañías japonesas cambiaría algo en el mundo. No obstante, puestos a jugar a demagogos, habría un modo mucho más efectivo para extraer fondos eclesiásticos: la integración del cristianismo en el mercado de la identidad corporativa.

La ficción novelesca explota hasta la náusea el imaginario cristiano, ofreciendo al populacho caballeros templarios y hospitalarios, herejes cátaros y arrianos, griales y sábanas, inquisidores y cardenales, judíos y criptojudíos, masones y francmasones, baptistas y anabaptistas, concilios y aquelarres, evangelios apócrifos y biblias extrapoladas. Pues no estaría mal que el Vaticano, con celo recaudatorio digno de Ronaldinho o David Beckham, comenzara a rentabilizar su identidad corporativa, esa que todo el mundo manosea con una impunidad que los tribunales jamás tolerarían con la silueta del Guggenheim, el logotipo de McDonald's o los bajos de la carrocería de Fernando Alonso.

Dado que un ejército de novelistas se forra elucubrando sobre María Magdalena, el papa Bernardino XXXVI, el antipapa Ludovico XIV, la horca de Judas Iscariote o las sandalias de San Genaro de Antioquía, convendría aplicarles el canon correspondiente por el uso del patrimonio intelectual de una entidad ajena. Aplicando la lógica del capitalismo globalizado, el cristianismo generaría unos réditos que ríanse de la cinta para el pelo de Rafa Nadal. Presiento, detrás de este vasto proyecto, un universo paradisíaco: miles de intelectuales presumiendo de su coraje trasgresor por zaherir constantemente al cristianismo; la Iglesia Católica financiándose a sí misma, tras llegar a acuerdos comerciales con esos detractores que necesitan nombrarla a cada paso para sentirse vivos (como podría asegurar cualquier psicoanalista) o al menos para inspirar sus folletines, y todas las ONG del mundo ampliando oficinas, sueldos y plantillas, a cuenta del inagotable aluvión de recursos solidarios alumbrados por este extraordinario negocio.

¿Una utopía? Pues está al alcance de la mano. Ratzinger podría generar tantos recursos como Fernando Alonso. Lo que pasa es que Ratzinger aún no cobra, como el otro, por respirar. Al Vaticano le hace falta un buen agente y Dan Brown no merece censores ni inquisidores, sino la visita de un bufete de abogados especializado en propiedad intelectual.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_