El tono Baroja
Hace unos meses se reeditó la trilogía La raza (La dama errante, La ciudad de la niebla y El árbol de la ciencia). Pocos autores españoles han conseguido titular sus libros con más entono romántico. En los títulos de Baroja espera siempre la promesa de una novela consumada de frenesí y aventuras. Sin embargo la relectura de estas tres le ha dejado a uno pensativo, teniendo en cuenta que ha seguido a la de Fortunata y Jacinta (comparación poco justa, porque hablamos de la mejor novela española junto con El Quijote). Recordaba uno las de Baroja, especialmente la última, con filos muy vivos, sobre todo a su protagonista, el nihilista Andrés Hurtado, perdido por Madrid como el propio Baroja con esta onomatopeya pegada al labio: Psch. Baroja o la literatura del Psch, Baroja o la filosofía del qué más da.
Lo barojiano no es más que la visión desengañada de un burgués inadaptado a quien repugna casi todo del mundo
Hace treinta años a Baroja se le leía en el instituto, pero la sociedad literaria española no era barojiana, o no lo era de modo manifiesto. Claro que siempre puede venir alguien sosteniendo lo contrario, y haciéndonos luz de gas. Después de la guerra tuvo un gran valedor Baroja en Cela, pero no se entiende el entusiasmo de éste por el novelista vasco. Conociendo el oportunismo y su ansia cucañista, la de Cela debía de ser una artimaña de publicista, ya que el gallego (comisionista de su paisano Valle-Inclán) era un partidario absoluto del estilo, y Baroja no. Baroja escribió toda la vida no sólo de cualquier manera sino abiertamente contra el estilo, y Cela era un hombre literariamente afectado que llegó a tenerlo campanudo, exagerado y pedregoso. En cambio Baroja no; usó casi siempre el mismo, al final un tanto desmañado y con frecuencia sombrío, de donde obtiene a veces vetas de humor muy puras, como Buster Keaton sin mover una ceja de su careto equino. No; en Baroja no hay estilo, y por eso ha puesto muy nervioso siempre a los estilistas finos, como Umbral o Pla (que dijo aquello de que Baroja escribía los adjetivos como suelta un burro sus pedos). Cuando publicó las Canciones del suburbio, algunas de ellas memorables, los poetas finos del veintisiete y otros garcilasistas le llenaron de denuestos un tanto cómicos, escandalizados por los que consideraban crímenes poéticos de lesa majestad.
El otro gran valedor que tomó
el relevo a Cela fue el novelista Juan Benet. Benet, como tantos en la época, por ejemplo Ruano, escribió una encendida semblanza del escritor vasco, en la que, como todo el mundo, trataba de lucirse un poco a costa del retratado (Cela dijo a los dos días de enterrar a Baroja aquello de que los gusanos se estarían comiendo a esa hora las partes blandas de don Pío), pero tampoco se entiende esa defensa fuera de las simpatías personales que suscitaba Baroja, ya que desde el punto de vista literario Baroja es todo lo contrario de Benet, muñidor de un estilo alambicado y petulante y autor de unas novelas en general soporíferas que la crítica ha encontrado geniales. Las de Baroja, por el contrario, son casi siempre entretenidas y se dejan leer sin grandes esfuerzos, y acaso por ello los críticos, que han acabado por transigir con él, las han tildado de zarrapastrosas y mal escritas.
Giménez Caballero en su divertido libro Carteles, aventuró la fórmula con la que Baroja hacía todas sus novelas: "Prólogo con o sin doctrina; un vasco que divaga, algo viejo, algo artrítico sin atreverse a intervenir en la vida; una ciudad europea que el vasco pasea divagando, viendo paisajes, tipos y formas de cráneo; manchones líricos intercalados en la acción como divagaciones líricas; auroras posibles, optimismo en un futuro que no llega...
". Algo de esa fórmula hay, desde luego, pero eso, creo yo, da un poco lo mismo, si la fórmula es magistral, como la de los boticarios. A Baroja, para lo que quería, le funcionó siempre. Sus novelas están hechas con dos o trescientos personajes que entran y salen. Parecen haber sido escritas en el vestíbulo de una estación o en una fonda ferroviaria. Son novelas casi todas sin mucho enredo, escritas con propósitos ordenancistas y sin entusiasmo. Echa un personaje a la página y le sigue hasta que se aburre Baroja, no el personaje. "María pensó si su vida, si su ideal de marchar siempre en línea recta no sería una tontería insignificante", dice la protagonista de La ciudad de la niebla. En la niebla de los argumentos, Baroja marcha siempre en línea recta. No creó jamás un personaje de ficción memorable (a diferencia de sus admirados Dickens, Stendhal o Dostoievski), pero hizo de una persona real una sublimación literaria de primer orden, al menos para nuestra literatura española. Hablamos, claro, de Baroja mismo. El verdadero personaje de las novelas de Baroja, es el mismo Baroja, y literariamente hablando, lo mejore es su tono personal y seductor. Si lo galdosiano puede cristalizar en un personaje tan grande como Fortunata, lo barojiano no es más que la visión desengañada de un burgués inadaptado a quien repugna casi todo del mundo de donde procede y en el que vive. Ese nihilismo en Cervantes o Galdós es no sólo inaceptable, sino inconcebible. Sus escapadas al suburbio lírico y nietzscheano, suele saldarse con una sobredosis de escepticismo, que en Baroja tiene los mismos efectos narcóticos que el opio. Sin embargo algo en él nos conmoverá siempre, pese a sus limitaciones y a esa manera descacharrada de hacer novelas: el tono, el tono barojiano, sin modulaciones artísticas, sin retórica, sin estilo, áspero como el olor de los geranios.
Es posible, ha dicho uno alguna vez, que Baroja, al contrario que Galdós, no sea un escritor de llegada, pero sí imprescindible en la partida, alguien que puede enseñarle a un joven, como maese Pedro, que toda afectación es mala. Puede que al misógino Baroja las mujeres ni le gusten ni las entienda (al contrario que a Galdós), puede que algunas de sus opiniones sean discutibles y ciertas dobleces suyas antipáticas y filisteas, pero hay en él siempre un fondo insobornable de poesía e insumisión ejemplares. Incluso cuando trapacea un poco en la novela o en la vida. Es parte de su encanto y de ese tono y de ese humor (ese je, je, je; Baroja no es de ja, ja, ja). Por ejemplo, en la primera frase del prólogo de La dama errante, escribe Baroja: "No soy muy partidario de hablar de mí mismo". Teniendo en cuenta que no hizo otra cosa en su vida y en cien volúmenes, uno no puede sino esperar de esa declaración de intenciones las mejores cosas.
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