Diario de ecos
Creo que hoy día nadie consulta las hemerotecas, y menos que nadie los políticos, quienes constantemente se echan en cara las vergüenzas del pasado sin descender casi nunca a esas dudas concretas que implicarían responsabilidades concretas, no sólo para los adversarios, sino con frecuencia también para los correligionarios. Naturalmente, los ciudadanos tampoco lo hacen y les basta con sobrevivir en medio de la avalancha de información que se les sirve cotidianamente. El resultado es que la actualidad, esa especie de religión instantánea a la que se recurre de continuo, deslumbra primero y ciega después.
También puede llegar a causar un cansancio impotente que comparten ciudadanos y políticos. Mañana, por ejemplo, leeremos una vez más una noticia relacionada con la reforma educativa, pero ya no estaremos en condiciones de saber en qué punto nos hallamos. ¿Cuántas reformas educativas se han emprendido desde la instauración de la democracia y cuántos centenares de noticias han generado? El lector de periódicos ha perdido la cuenta y no tiene la menor idea de los planes que se han sucedido para mejorar o empeorar la calidad de la enseñanza. Aunque quisiera tener una idea no sabría por dónde tirar del hilo de Ariadna. Imagínense si al pobre lector le preguntan por la genealogía de la corrupción. Ha leído miles de noticias al respecto y ha visto en la televisión a sus representantes pelearse a voz en grito. También ha contemplado el paisaje destruido. No acaba de saber, sin embargo, cómo, con tanta transparencia informativa, la cloaca ha llegado a ser tan caudalosa.
No sé si, a diferencia de los políticos, los periodistas consultan las hemerotecas. Tengo la impresión de que aunque sean los que más lo hacen, lo hacen poco. En general, los medios de comunicación, máximos sacerdotes en la religión de la actualidad, tienden en demasía a ignorar los efectos y responsabilidades adheridas a sus informaciones. O bien hay un exceso de noticias y opiniones tendenciosas, como si fueran órganos de expresión partidista, o bien, al contrario, se presume de una inexistente neutralidad que a menudo es una nueva forma de impunidad.
Quizá la desorientación y el cinismo que despierta el culto a la actualidad serían menores si la consulta de la hemeroteca fuera mayor. Una noticia no es sólo la noticia sino su eco, la reverberación de consecuencias de todo tipo -morales, políticas, personales- que se traslada a través del tiempo. Y con frecuencia el eco de una noticia es más significativo que la noticia misma para aproximarnos a la verdad de un suceso.
En los parlamentos debería haber un servicio permanente de hemeroteca para que las pugnas políticas pudieran tener un contraste inmediato. Lo ideal sería contar con la presencia de un Defensor de la Memoria, un hombre de reconocida honestidad y ajeno a los vaivenes políticos, que tuviera como misión comprobar la relación de lo que se dice con lo que se dijo, y el camino recorrido entre lo dicho entonces y lo que ahora se está diciendo.
Algo semejante tendría que pensarse con respecto a los medios de comunicación, cuyos defensores del lector o del espectador, si los hay, tienen tareas demasiado amplias. Sería bueno que los productores de actualidad atemperaran sus excesos con el antídoto de la memoria y que, por ejemplo, un periódico no fuera únicamente un diario de noticias sino también un diario de ecos. El medio de comunicación tiene una responsabilidad permanente sobre lo que un día contó.
También quienes, sin ser periodistas, colaboramos en un periódico estamos vinculados al eco de lo que escribimos. Muchas veces me he preguntado sobre la impunidad de mis opiniones. ¿Eran excesivamente fáciles?, ¿estaban plenamente justificadas?, ¿cuál ha sido su porvenir? Aun siendo más subjetivas, las denominadas páginas de opinión no deberían ser más cómodas que las de información. El diario de ecos tendría que servir para todos. Sería una forma de calibrar nuestros errores y dudas. Les cito unos ejemplos:
El 11 de enero de 2003, en estas mismas páginas, empecé un artículo titulado Infamia y destino con estas líneas: "Dentro de poco, si un inesperado sentido de la cordura o de la compasión no lo remedia, morirán decenas de miles de personas". En ese momento, la guerra de Irak era inminente, y la mentira sobre las armas de destrucción masiva, evidente. A continuación, de acuerdo con la detallada información de un médico, relataba cómo podía ser el sufrimiento individual por una herida de bomba. Durante todo este tiempo creo que hice una recreación demasiado naturalista y patética. Quería remarcar la singularidad absoluta de una muerte en el reino de las estadísticas. También quería explicar que los responsables políticos de una guerra están directamente manchados de sangre, aunque sea sangre invisible. Para ser consecuente hubiera tenido que pedir, con posterioridad, el procesamiento por conducta criminal de nuestro jefe de Gobierno de entonces. Y no lo hice.
Con anterioridad, el 21 de mayo de 2002, dediqué Noticia de un pobre diablo a la detención del ciudadano americano de origen puertorriqueño José Padilla. Éste, presentado como terrorista peligrosísimo, mereció la portada de los periódicos de todo el mundo. Más tarde, reducido a la condición de "pobre diablo" procedente de las pandillas callejeras de Nueva York, desapareció en un sumidero legal. Denuncié este hecho, siguiendo el eco de la noticia. Creí que el "pobre diablo" era, en efecto, un pobre diablo. Para mi sorpresa, dos años después se volvió a informar de que José Padilla era, en verdad, un peligroso terrorista. No dije nada porque no sabía qué decir. En sentido opuesto, el eco continuó el pasado 4 de abril cuando los periódicos publicaron que el Tribunal Supremo se había inhibido en el caso Padilla y que, por consiguiente, el ex pandillero de Brooklyn era en realidad una víctima. ¿Víctima o verdugo? ¿Alguien se hace responsable del buen nombre de José Padilla?
Recientemente, el 16 de marzo de 2006, escribí Cárceles imaginarias, referido al siniestro asunto de las prisiones secretas de la CIA en Europa y a los vuelos ilegales con detenidos a través del continente. Al parecer, España estaba oscuramente implicada en la trama, pero nadie ha puesto alguna luz en esta oscuridad. Javier Solana, alto representante para la Política Exterior y de Seguridad de la UE, manifestó "que no está en sus manos investigar los vuelos de la CIA" (3-5-2006). Moratinos y Zapatero no han aclarado el papel de España, y en el Parlamento tampoco la oposición los ha puesto contra las cuerdas, como intenta hacer habitualmente. Supongo que esperan a que se desvanezca la información.
Sin embargo, como en los otros casos, queda el eco, y el eco, al final, puede ser más decisivo que el sonido que lo originó.
Rafael Argullol es escritor.
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