Intenso latir en Nápoles
LLEGO A NÁPOLES desde Roma, en un viaje en tren maravillosamente largo que me acerca a la ciudad de la pasión, del pálpito, de la mirada directa, del descaro, de la vida. Neapolis, la ciudad nueva, crecida de entre las cenizas de la esplendorosa Pompeia cuando fue arrasada por la lava del Vesubio. Y él sigue ahí, protegiendo a la vez que amenazando la ciudad.
Los adoquines siembran las avenidas y los callejones que nos adentran al alma napolitana, esa que exhibe imágenes o altares dedicados a algún santo o santa. Al pie de las imágenes tienen su lugar privilegiado objetos personales, amuletos, fotografías. Calles estrechas, tendederos colmados de ropa, puertas abiertas que dejan entrever las viviendas. Sillas en la calle, esquivadas por motos con dos, tres y hasta cuatro personas encima, recorriendo las pendientes del Monte di Dio que bajan hasta esa urbe caóticamente ordenadallena de olores y colores.
De trato amable, los napolitanos parecen ser gentes con temperamento, humor, cinismo, descaro y grandes dosis de espontaneidad. Saben bien con quién hablar y con quién no, cómo andar por según qué barrios a según qué horas, qué leer entre líneas en los periódicos, a quién respetar y a quién no nombrar. Es la sombra de la Camorra, todavía viva en la ciudad, no sólo en las películas. Nada mejor que una ruta nocturna por La Sanità en coche con un autóctono que nos sorprenda con alguna que otra historia de vendetta entre familias napolitanas.
Todavía no he vuelto a sentir mis pies sobre esos adoquines irregulares, pero espero disfrutar de nuevo de las magníficas vistas del golfo de Nápoles y de su latido.
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