Ocasión para rectificar
El autor cree que el proyecto es desacertado y está basado en un diagnóstico erróneo, porque en este caso lo relevante no es ampliar la superficie de espacio peatonal
Defensores o detractores del proyecto de reforma del eje Prado-Recoletos parecen estar de acuerdo, al menos, en una apreciación: éste es, probablemente, el espacio público más valioso y representativo de la ciudad de Madrid. ¿Lo es ahora y pese a todo, o sólo podrá llegar a serlo si se le somete a una transformación radical?
Aunque sea difícil encontrar un lugar que haya concitado y concentrado mayor cúmulo de descuidos, agresiones y torpezas, ni cada una por separado ni el conjunto de todas ellas ha conseguido alterar la indiscutida preeminencia de este espacio urbano. Ahí está; a todo ha resistido.
Manifiestamente mejorable, nadie puede negarlo. Como tampoco que la preservación en este caso puede requerir algo más que mera u ordinaria conservación.
Pero, al mismo tiempo, esa imprescindible acción renovadora tendría que quedar circunscrita dentro de los límites que dicha preservación, por sí misma, impone: traspasarlos significa trocar hipotéticos riesgos de futura degradación por inminentes certezas de irreparable amputación de lo que ahora tenemos.
En llamativo contraste con el procedimiento seguido con harta frecuencia en precedentes desaguisados urbanos, el método adoptado para el caso que aquí nos ocupa es formalmente irreprochable. Y si bien es cierto que en esta ocasión tal proceso ha conducido hasta el momento a algo tan poco deseable como lo que se nos propone, puede aún mostrar las oportunidades que brinda y, entre ellas, la profunda reconsideración de un proyecto equivocado.
Claro está que para ello habría que ser estrictamente respetuoso con el significado y alcance de cada uno de los pasos o hitos de dicho proceso, dejando bien claro que, más allá de lo que impone la jerarquía normativa, no cabe admitir ningún otro género de prelación de los pasos iniciales respecto a los subsiguientes, es decir, por meras razones cronológicas, ya que lo contrario equivaldría a reducir el procedimiento a puro camuflaje legitimador, falsificando con ello la democracia del método y su virtualidad.
La superioridad de esta modalidad particular del procedimiento democrático, respecto a cualquiera de los demás procedimientos conocidos y ensayados, resulta indiscutible. Pero, como ocurre con la democracia en general, también aquí su potencial perfeccionamiento reclama la investigación incesante sobre aquello que no funciona o lo hace deficientemente.
Desde similar punto de vista, ¿no da que pensar el hecho llamativo de que en tan sólo unos días -los que suceden a la publicación del parecer desfavorable que el referido proyecto merece a una persona de posición sobresaliente- se haya ocupado un espacio mediático incomparablemente mayor que en los cuatro años precedentes?
¿Cómo no pensar en los "espacios de aclamación" a los que, según Habermas, tiende a quedar reducida la esfera pública?
¿Y qué decir acerca de estrategia tan socorrida como la de blindarse con el prestigio de unos profesionales -bien ganado, pero en otras ocasiones-, elevándolo a la categoría de infalibilidad para eludir el engorro de tener que justificar con argumentos convincentes la propuesta sometida ahora a debate público?
¿Es tan arriesgado sospechar que el consenso pasivo que hasta hace poco ha acompañado al proyecto quizá haya estado basado no sólo en el desconocimiento de que el propósito de ensanchar una calzada -por donde no se debe- llevase aparejado arrasar una incomparable arboleda a lo largo de casi 600 metros (Neptuno-Atocha), dejándola maltrecha y desnaturalizada en otros 365 (Cibeles-Neptuno), sino sobre todo en la comprensible incredulidad de que tan distinguidos profesionales llegaran a ser capaces de proponernos ese tremendo desatino?
En mi opinión, el desacierto de lo que el proyecto en cuestión propone tiene su origen en un diagnóstico equivocado o, como poco, desenfocado.
Porque aquí lo relevante no es alcanzar un más alto porcentaje de superficie peatonal en un espacio que, precisamente en este aspecto, se sitúa a la cabeza de los más insignes de otras grandes ciudades europeas. Como no lo es, tampoco, el volumen total de coches que atraviesan a diario este lugar. Los problemas, en uno y otro caso, algo tienen que ver con todo ello; pero no en el modo con el que se nos presenta.
Y es que falta espacio allí donde necesariamente las personas tienen que transitar y resulta sobrante para ese menester, casi a todas horas, allí donde obstáculos de diverso tipo dificultan o impiden el acceso. Los automóviles constituyen aquí un problema cuando, aun siendo pocos o precisamente por serlo, circulan a velocidades casi de vértigo y vuelven a ser un estorbo cuando, a otras horas, se amontonan en la calzada sin conseguir apenas avanzar.
A este respecto, la levedad con que se aborda en el proyecto la cuestión de la movilidad, la del completo eje norte-sur en primer lugar, pero también la interior del ámbito ordenado, resulta pasmosa. Valgan a modo de ejemplo las siguientes perlas:
"El concepto -según nos dice Siza- es crear (sic) un gran espacio central que romperá el eje norte-sur de Madrid". Mientras, su colaborador Hernández de León apostilla: "Se propone una reducción radical del tráfico privado en torno al 60%", reducción confiada según parece exclusivamente a la eliminación en este tramo del eje de uno o varios de los actuales carriles. Y para terminar, la inquietante conclusión del estudio de circulación del proyecto: "La reducción de capacidad propuesta no supondrá un empeoramiento grave del tráfico con respecto al que ahora soporta la zona".
En fin, quienes llegaron a deslumbrarse por el trajín que allá por el siglo XVIII hubo en este lugar, quizá debieran ahora hacer honor al término elegido como lema de su proyecto ("trajineros = los que andan y tornan de un sitio a otro con cualquier diligencia u ocupación"), para volver con mayor humildad al punto de partida. El lugar merece la rectificación, hay margen para ello y todavía se está a tiempo: tengan por seguro que muchos ciudadanos -el que esto escribe, desde luego- sabremos agradecérselo.
Jesús Gago Dávila es arquitecto. Premio Nacional de Urbanismo en su última edición (2004).
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