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Columna
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De lo del Albéniz, ¡arrepentíos!

Jesús Ruiz Mantilla

Para algunos bobos como yo, los teatros tienen algo de santuario, de templo sagrado. Los que no solemos tratar con Dios, ni con la Virgen, a los que nos quedan muy lejos Mahoma, Buda y el Talmud pero creemos a ciegas en cierto fanatismo artístico como camino de salvación, entrar en un patio de butacas es una prueba de fe que no traicionamos así como así. Ellos no lo entienden, claro. Ellos son todos aquellos para los que el teatro es un conjunto de vigas y paredes que lo mismo sirve para que se represente el Hamlet que para abrir una cafetería o llenarlo todo de estanterías con cuchillos, bragas y cepillos de dientes en este modelo de ciudad que ambicionan como proyecto ultramoderno, repleta de tiendas de saldo y con las cajas registradoras bien visibles.

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Ellos creen que es intercambiable un teatro por otro, que si se abre el del Canal, se puede cerrar el Albéniz como quien juega al Monopoly y además tiene la potra de controlar la banca. Pero la cosa no es tan simple. Parece que ahora han reculado con eso de no quitarle la protección cultural, como han hecho con los cines, aunque eso no vaya a significar la salvación definitiva, tal y como lo conocemos hoy.

Enfrente del Albéniz sobrevive una tienda de santos, con sus cálices, sus sacristanes, sus casullas y sus crucifijos... Algunos de esos objetos serán adquiridos por un convento o por varias iglesias y, una vez encima de los altares, los muñecos del escaparate pasarán a ser objeto de culto. Para nosotros, las figuras que vimos encima del escenario del Albéniz eran de carne y hueso y en algunos casos parecían sencillas marionetas de trapo, pero la memoria de lo que hicieron, de lo que sus cuerpos y sus bocas transformaron en arte, reposa en nosotros como algo intocable. Aquellos milagros permanecen vivos en el ambiente de ese recinto y contra ellos no pueden venir ahora algunos a cometer sacrilegio gratis.

Sobre ese escenario, en la gloriosa época que lo dirigió Teresa Vico -cuánto hubiese llorado estos días, la pobre-, hemos visto dar increíbles piruetas a Barishnikov; nos ha hipnotizado Alicia Alonso cuando elevaba los brazos como una madrastra de uñas largas para marcar el paso de sus pupilos del Ballet de Cuba y hace poco también nos hemos mareado maravillados con las decenas de fouettes que es capaz de dar sobre sí misma Tamara Rojo...

Entre aquellas paredes mágicas ha retumbado la voz quebrada, curtida por el alcohol y las penas de Chavela Vargas, que nos desnudó con su verdad y su desgarro, y también hemos visto resucitar a Joan Manuel Serrat, ese poeta socrático con guitarra que nos conoce mejor de lo que alcanzamos a conocernos nosotros mismos.

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Durante años hemos reído, pecado y participado en el rito de la provocación que nos proponía Els Joglars. No querían pisar otro teatro. Sobre el aire santificado de su escenario, yo he visto desplegar su maestría de la sencillez al Picolo Teatro de Milán y escalar por la pared a los miembros de Complicité cuando representaron hace más de una década El callejón de los cocodrilos, y nosotros, los fanáticos del arte, nos congregamos como locos a sus puertas para conseguir una entrada al aviso de Eduardo Haro Tecglen, que nos prohibió perdernos ese grandioso espectáculo bajo pena de excomunión.

Junto a esos artistas y muchos más llegamos a creer por un momento que existía salvación por medio del arte. Nos aislamos en nuestras butacas de tanto delirio mediocre al acecho. Pero nos mostraron también, como en un espejo cruel, las bajezas del ser humano, las miserias que no dejan ver más allá de sus narices a algunos. "El teatro es todo aquello que la ley no puede resolver", como dice Gérard Mortier. Es lo que tiene esta religión para quienes no quieren verse retratados en su marco, que te devuelve una imagen tan podrida, que, a poco que puedas, lo cierras y santaspascuas.

Hablo de ellos porque ni siquiera merecen el nombre de sus personajes. Pero lo que importa en esta comedia, que ya es un drama y esperemos no acabe en tragedia, es la acción. Resulta increíble que llegaran a plantearse la posibilidad de ese pecado. Cualquier maestro de interpretación barato buscaría el porqué cuando la respuesta es simple; absurda y simple: ni siquiera saben lo que quieren. Todavía están a tiempo de convertirse. Mi consejo, por tanto, es éste: ¡Arrepentíos!

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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