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Análisis:ANÁLISIS | NACIONAL
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Las reglas de juego

EL PROVOCADOR RIFIRRAFE montado al presidente del Congreso durante el pleno del pasado martes por el líder del PP, quejoso de los tiempos fijados de forma unánime para sus tres intervenciones por la Junta de Portavoces de la Cámara, mostró el insaciable apetito de Rajoy por los privilegios con independencia de que sea el vicepresidente del Gobierno o el jefe de la oposición. Creado en 1983, tal vez con la intención subliminal de remedar simbólicamente los discursos anuales del presidente de Estados Unidos ante el Congreso (una oportunidad brindada al titular del Poder Ejecutivo para comparecer ante el Poder Legislativo), resultaría absurdo pretender que el debate sobre el estado de la nación pudiera ser la transposición al régimen parlamentario de una institución del sistema presidencialista: sus únicos rasgos peculiares son la amplitud de la agenda sometida a discusión y la retransmisión en directo por televisión de sus agotadoras sesiones.

Rajoy impugna como líder de la oposición el empleo de los criterios reglamentarios para el ordenamiento de los debates en el Congreso que el Gobierno de Aznar aplicó durante su mandato

Al igual que los plenos ordinarios del Congreso, el debate de política general celebrado esta semana no fue un monólogo presidencial: los portavoces intervinieron varias veces para fijar sus posiciones. El contraste entre la tendencia electoral al bipartidismo (suavizado por IU y los partidos nacionalistas o regionales) y la pluralidad de los ocho grupos parlamentarios de la Cámara (el mixto está subdivido en cuatro) plantea un serio conflicto: la vocación protagonista del principal partido de la oposición entra en contradicción con los derechos de los restantes grupos. El chulesco desafío lanzado al presidente del Gobierno por el líder del PP para celebrar "debates monográficos" mano a mano ("el presidente del Gobierno y yo"), "con un tiempo a ser posible parecido", sobre inmigración, seguridad, educación y política exterior es ajeno a la lógica parlamentaria.

Antes de comenzar el segundo de los tres turnos que le había asignado la Junta de Portavoces, Rajoy asumió el papel del escolar ejemplar maltratado por un maestro despótico que le tiene manía: reprochó al presidente del Congreso que su primera intervención sólo hubiese durado treinta y seis minutos, frente a las dos horas y cuarto de los dos turnos de Zapatero. La protesta carecía de fundamento: el Reglamento del Congreso, aprobado durante el mandato de UCD, concede al presidente del Gobierno la prerrogativa de cerrar los debates y de intervenir sin límite de tiempo. Rajoy fue durante ocho años ministro y vicepresidente de Aznar: sólo la amnesia o el cinismo pueden explicar su pretensión actual de cambiar las reglas del juego porque no le favorecen después de haberlas utilizado a tope en beneficio de su partido.

En los comienzos de la transición era un lugar común imaginar que la futura alternancia en el poder -la posterior secuencia de centristas (1977-1982), socialistas (1982-1996), populares (1996-2004) y de nuevo socialistas (2004)- sería un factor estabilizador para las instituciones democráticas: los partidos desalojados del Gobierno por las urnas incorporarían a su labor de oposición la responsabilidad aprendida durante la estancia al frente del Estado. Pero los comportamientos del PP en esta legislatura debilitan tal esperanza: la demagogia y la inveracidad de buena parte de sus críticas contra el Gobierno son características de las formaciones antisistema. Los dirigentes populares no sólo niegan su pasado o fingen ignorarlo; de añadidura, exigen a sus adversarios la solución milagrosa de los problemas que no supieron acometer o que agravaron cuando gobernaban. A fin de quitarse de encima el recuerdo de la negativa actitud de Fraga ante el Título VIII de la Constitución y el Estatuto de Cataluña de 1979, Rajoy aduce con escasa gallardía que entonces tenía 24 años y estaba haciendo el servicio militar. Pero esa coartada no le servirá para disimular que fue vicepresidente del Gobierno de Aznar y su ministro del Interior, de Educación y de Administraciones Públicas: una ejecutoria inadecuada para impartir lecciones monográficas a Zapatero -sabihondas, displicentes y petulantes- sobre inmigración ilegal, seguridad ciudadana, enseñanza, régimen autonómico y política exterior.

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