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Reportaje:

Una ruta de contrastes por Navarra

Las desérticas Bardenas Reales y la selva boscosa de Irati, en un viaje muy especial

Qué es más Navarra, ¿el desierto rugoso de las Bardenas Reales? ¿El horror vacui vegetal de Irati? ¿La Ribera del Ebro bordada de espárragos y alcachofas? ¿O los prados sudorosos del Baztán? ¿Es más Navarra el urbanismo ocre y medieval de Olite, los caseríos amorosos de Elizondo o las reciedumbres constructivas de los valles pirenaicos? Difícil de precisar. Pues ahí radica la fascinante realidad de esta región monoprovincial, próspera y variada. Pocos territorios abarcan en tan poco espacio tal disparidad de ecosistemas y semejante diversidad política, histórica y cultural. Una región, Navarra, con una gran compacidad económica repartida entre poco más de medio millón de almas, en la cual la polaridad forma parte de la vida cotidiana. La agricultura de la Ribera del Ebro y la industria de la automoción son sus principales recursos. El turismo apenas ha contado hasta hace poco. Sin embargo, el próximo traslado a Bratislava de una parte de la fábrica de Volkswagen, de la que dependía gran parte de la economía regional, obliga, y con urgencia, a replantearse las fuentes de ingreso. El turismo parece la apuesta inmediata.

Olite, un núcleo urbano medieval con piel de ladrillo y arenisca, es como de manual: sus calles prietas convergen en la plaza Mayor, donde sobresale la silueta del castillo Real
Los verdes del trigo recién plantado se inmiscuyen con los de encinas y viñas. Y arriba, sobre un risco castigado por el viento, la diminuta villa medieval de Ujué levanta la cabeza con orgullo desde la iglesia defensiva de Santa María, dominando una panorámica de vértigo que alcanza los Pirineos y el Moncayo

Hace dos años se creaba la Consejería de Cultura y Turismo, estrenando nueva marca bajo el lema "Reyno de Navarra, tierra de diversidad", con Juan Ramón Corpas a la cabeza, un erudito y apasionado de la historia, artífice, entre otras cosas, del programa Navarra 06, tu cita cultural. Organizado en torno al quinto aniversario de Francisco Javier, en él se incluyen algunas propuestas, como la próxima apertura de la catedral de Tudela, en restauración desde hace años, y la recién clausurada exposición La Edad de un Reyno, instalada en el Baluarte de Pamplona, y con algunas de las mejores piezas románicas, mozárabes y musulmanas del mundo.

Pero Navarra no es sólo la solidez de un reino que duró de los siglos X al XVI y sobresalió bajo la dinastía Jimena, símbolo tópico recurrente de la lucha contra el infiel musulmán. Tampoco esa historia envuelta entre algodones de pureza que el nacionalismo vasco más mojigato ha utilizado como piedra angular de sus reivindicaciones. Lo grande de esta región es precisamente esa cohesión histórica entre vascos, hispano-godos, musulmanes, judíos y franceses, que pocas veces sale a relucir.

LA RIBERA

Según desde dónde se venga, a Navarra se la hinca el diente desde el sur, la Ribera y su capital, Tudela. Una ciudad comestible y de vocación agrícola, con poco más de 30.000 habitantes, parda, meridional y que asoma al río a través de sus huertas. Fue fundada por los hispano-musulmanes en el siglo IX, y estuvo gobernada por los Banu Qasim, que entre otras cosas ayudaron a Íñigo de Arista a fundar el reino de Pamplona, en razón de su parentesco mutuo. Poco queda, sin embargo, de aquella época. Sin duda está mejor estudiado el pasado hebreo de Tudela, con su máxima figura, Yehudah Ha Levi, el poeta judío arabohablante más célebre de la Edad Media. Y así, en esa línea de maridaje cultural, aparece en primer lugar la catedral, a punto de abrir sus puertas y ejemplo de estilos opuestos y complementarios, con elementos mudéjares, góticos y churriguerescos. De momento, lo único visible son las portadas románicas, entre las que destaca la Puerta del Juicio, una vívida representación escultórica que recrea con escalofriante detalle lo que le espera al pecador incauto tras la muerte.

En Tudela abundan además los palacios; entre ellos, el del marqués de San Adrián, renacentista y con un espectacular alero de madera labrada, y el del marqués de Huarte, de estilo barroco y cubierto de frescos. A diferencia del norte, en Tudela y en la Ribera, en general, la calle vibra. Ahora, con media ciudad destripada por las obras de mejora, los parroquianos se congregan en la plaza de los Fueros, en torno a un café y alguna charla intrascendente.

No lejos de allí se ubican las Bardenas Reales, constituidas en parque natural y reserva de la biosfera por la Unesco. Uno de los territorios más sorprendentes de Navarra con sus alrededor de 40.000 hectáreas protegidas. Meca de peregrinos franceses en 4×4 ávidos de oxígeno y de espacios puros. Lo que en el terciario (10 millones de años atrás) fue un inmenso lago originado por el nacimiento del Ebro, es hoy un terreno desértico y expuesto a la erosión, de tierras arcillosas y salobres. Las escasas lluvias forman escorrentías que modelan a capricho su cambiante fisonomía, a base de cabezos de piedra caliza y profundos tajos y barrancos que le confieren su extraño aspecto lunar. Es al alba o al atardecer cuando el paisaje cobra toda su carga dramática y despojada. La erosión llega a alcanzar 90 toneladas por hectárea y año. Ontinas, espartales y cultivos de cebada para el ganado forman la vegetación de estos predios, mientras que lo más peculiar es la avifauna. "Aquí se encuentran representadas algunas especies tan raras como el búho real, que nidifica entre los riscos; el alimoche; la alondra de Dupont, y algunas aves esteparias, como la ganga y la ortega", explica el biólogo Alejandro Urmeneta. Acerca del nombre del lugar ofrece su versión: "Creo que Bardenas viene de albardines, como se conoce a los espartales en Andalucía. Una palabra de origen árabe".

NAVARRA CENTRAL

Algo más al norte, en dirección a Pamplona, aparece Olite, un núcleo urbano medieval con piel de ladrillo y arenisca. Como de manual: sus calles prietas convergen en la plaza Mayor, donde sobresale la silueta del castillo Real, construcción del siglo XV levantada en estilo gótico francés, que tras un incendio fue reconstruido en 1937 en estilo fantasioso exincastillos. Anexo se levantan todavía los restos del palacio Viejo, hoy convertido en parador, y la iglesia de Santa María, uno de los más singulares ejemplos del gótico primitivo navarro. Menos visitada surge la iglesia de San Pedro, frente a una plaza adoquinada en la que platica la vecindad, de factura románica y aguja gótica algo maltratada por el tiempo. En los alrededores de la población crecen los viñedos y se multiplican las bodegas, que más allá del clásico rosado hoy elaboran chardonnays y tintos más que convincentes.

Hay que coger una carreterita comarcal llena de curvas para internarse en un paisaje cosido a molinos de viento: la sierra de Ujué. Los verdes del trigo recién plantado se inmiscuyen con el de encinas y viñas. Y arriba, sobre un risco castigado por el viento, la diminuta villa medieval de Ujué levanta la cabeza con orgullo desde la iglesia defensiva de Santa María, dominando una panorámica de vértigo que alcanza los Pirineos y el Moncayo. Tan célebres como su bella iglesia mariana son hoy sus migas y sus almendras garrapiñadas.

Cerca de Pamplona, el Museo de Oteiza es también de visita obligada. El edificio, de su amigo Sáenz de Oíza, crea una atmósfera uterina e intimista que sofoca en cierto modo el espíritu metafísico de Oteiza y esas piezas que elogian el vacío como forma de trascender la materia. Figuras antropomórficas privadas de entrañas (los apóstoles de la basílica de Aránzazu) y cubos como templos, vaciados y silentes. La sublimación del vacío y la luz por el contorno material y la oscuridad, como en la más pura concepción taoísta: "El tao es en su origen el vacío, una confusión inaccesible al pensamiento humano". O como dijo Eckhart: "Si el ángel tuviera que buscar a Dios en Dios, no lo buscaría más que en una criatura vacía".

Navarra transpira religiosidad. Mística, católica o nacionalista. A veces estas dos se dan la mano. Media Navarra constituye un templo, sea éste sacro, pagano, escultórico, vinícola o natural. Las bodegas con sus catedrales de envejecimiento, las iglesias románicas con su olor a penitencia y a centurias. Las cajas metafísicas de Oteiza; los crómlech de Azpegi, las cuevas de Zugarramurdi, donde las brujas ejecutaban sus particulares danzas y conjuros. Y los bosques. Los bosques son el otro gran espacio de espiritualidad y belleza.

EL VALLE DE BAZTÁN

Subimos hacia el valle de Baztán, el más atlántico y dulce de los norteños. Aquí las ovejas latxas asaltan al conductor tras las curvas; las nieblas y las lluvias suavizan los contornos, y los caseríos, con sus grandes tejados a dos aguas, sus dinteles de piedra y sus entramados de madera, encierran vidas de apariencia discreta. Fuera de temporada turística hay poco que hacer en las calles. Si acaso el calor de un bar, donde a menudo la única compañía será el humo y la oscuridad. Las lluvias y la púdica idiosincrasia vasca recluyen en las casas. Casas que desde el exterior evocan chimeneas humeantes, pucheros, maderas crujientes, y una vida apacible tras los visillos. Es sin duda en el norte de Navarra donde mejor se ha conservado la arquitectura tradicional.

Habrá que ir hasta Urdazubi-Urdax para penetrar en lo más hondo de la cultura popular vasco-navarra. Y rastrear el mundo de las sorgiñak, las brujas, que al parecer practicaban en las cuevas de Zugarramurdi sus aquelarres. Una cuestión estudiada por dos gigantes locales: el prehistoriador José Miguel de Barandiarán y el etnólogo Julio Caro Baroja. Estas prácticas poco piadosas atrajeron las iras de la Inquisición, que procesó a numerosos vecinos en el tribunal de Logroño en 1610 acusándoles, según expone Caro Baroja en Las brujas y su mundo, "de producción de tempestades, metamorfosis, vampirismo y antropofagia, culto al demonio..." y otras lindezas.

Ya en la región pirenaica, algo más al este, surge la selva de Irati en todo su esplendor. Sólo el nombre es de por sí sugerente. Garralda se impone como punto de partida para una inmersión en este santuario natural, de la mano de Ángel Loperena, buen conocedor de la zona, propietario del Auñak -un pequeño hotel rural- y que organiza visitas a pie y en todoterreno. Los restos de la fábrica de armas de Orbaitzeta, mandada construir por Carlos III, y los hórreos del valle Aezkoa son algunos de los hitos de Irati. Aunque también se puede intimar con la pareja de quebrantahuesos que planea por los prados de Hiriberri-Villanueva, a escasos 200 metros del viandante, con sus intimidantes 2,70 metros de envergadura. Otra opción es seguir el curso del río Irati y solazarse en la poza, serena como una estampa japonesa, donde Hemingway venía a pescar truchas desde su hostal de Burguete, para aliviarse de sus resacas de sanfermines.

Pero, sin duda, lo más sobrecogedor es el propio bosque, formado por 17 hectáreas de hayedo salpicado de serbales, pinos silvestres, tejos y acebos. El monte Gibelea, al que se accede tan sólo por pista, es uno de los puntos culminantes, con sus ejemplares centenarios que cobran alturas de más 30 metros y se ciernen sobre la cabeza como un dosel de verdor y misterio. Siguiendo a continuación la regata de Txangoa sobre una loma de alta montaña, entre brumas y brezos abrasados por el frío, aparecen los primeros peregrinos de camino hacia Santiago, echando los restos en su último tramo hasta Roncesvalles (la etapa que va de Saint-Jean-Pied-de-Port, en Francia, hasta aquí es una de las más duras).

Y la ruta prosigue hasta Ochagavía, en el valle de Salazar, un precioso pueblo pirenaico mecido por el río, que incendiaron las tropas francesas durante la guerra de la Convención (1794), y ofrece un elegante muestrario de palacios de finales del XVII y el XIX. Para evitar futuros dramas, las tablillas de roble de los tejados se sustituyeron por tejas planas, y las calles se ensancharon, dejando un hueco llamado etxekarte. Y, tal vez a modo de conjuro, muchas fachadas están presididas por viejos crucifijos. Ya en el valle del Roncal, las estrechuras morfológicas y los fríos extremos obligan a una arquitectura cada vez más sobria y montaraz en la que predominan las negras calizas locales, el blanco de las fachadas y las iglesias defensivas. Y esos quesos de leche cruda de oveja rasa, como los que hacen Juan Mari Marco y sus socios en Kabila Enea (curioso nombre de reminiscencia bereber, por cierto).

Ya sólo queda adentrarse por los relieves calizos del valle de Salazar, entre hoces, pinos silvestres y buitres leonados, para bajar de nuevo hacia la llanura. Y allí, darse de bruces con el bullicio turístico de Sangüesa, y de nuevo con esa promiscuidad cultural plasmada en la portada románica de Santa María la Real, que no muestra remilgos en compaginar la leyenda nórdica de Sigur con los animales mitológicos orientales y las delicias del cielo ganado a golpe de buenas obras.

GUÍA PRÁCTICA

DormirHostal Salazar (948 89 00 53). Oronz. En pleno valle de Salazar, agradable hostal familiar. Habitación doble, 59 euros con desayuno.- Hotel Auñak (948 76 40 58). Garralda. Excelente restaurante. Rutas por Irati. Doble y desayuno, 72.- Señorío de Ursua (948 45 35 00). Casa Ikazatea. Arizkun. Precioso caserío del siglo XVII en el valle del Baztán. Doble con desayuno, 98.- Hotel La Joyosa Guarda (948 74 13 03). Medios, 23. Olite. 110 euros.Comer- Casa Galarza (948 58 01 01). Santiago, 1. Elizondo. Cocina vasco- navarra muy buena. De 25 y 35 euros.- Restaurante 33 (948 82 76 06). Capuchinos, 7. Tudela. Excelente cocina puesta al día. Unos 30 euros.- Rodero (948 22 80 35). Emilio Arrieta, 3. Pamplona. Tiene una estrella Michelin. Alrededor de 60 euros.Información- Oficina de turismo de Navarra(848 420 420; wwwnavarra.es).- www.javier2006.com.

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