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Columna
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¡A las trincheras!

Los medios de comunicación abordan constantemente la psicosis de inseguridad que cunde por todas partes, sobre todo entre quienes viven en remotas urbanizaciones y padecen los asaltos de bandas paramilitares. Cataluña, Levante y Madrid son las zonas más afectadas por la nueva delincuencia y, como siempre que se habla de estas cosas, los vascos lanzamos una indulgente mirada sobre nosotros mismos para recordarnos que, como aquí, "no se vive en ninguna parte". Asqueados de la atrocidad del terrorismo, nos creíamos a salvo de otras conductas miserables pero, por suerte o por desgracia, el apaciguamiento del conflicto nacional va dando paso a otros conflictos no sé si igual de abstractos, pero al menos sí vinculados al pan de cada día.

Pasamos, sin solución de continuidad, de los enemigos del Estado a los amigos de lo ajeno. Ahora bien, mientras en otros territorios se detiene a bandas de malhechores balcánicos con experiencia en la milicia, la Ertzaintza desarticula en Otxarkoaga una castiza organización de manilargos que robaba trajes de neopreno y paelleras.

Los medios glosan todas las medidas de autodefensa que adoptan los propietarios de esas lejanísimas viviendas donde no llegan ni los carteros ni las fuerzas de orden público. La verdad es que la fiebre urbanizadora, el furor del chalé o el adosado, han creado entre nosotros una cultura de frontera, una nueva épica de encorajinados pioneros y colonos que corren a instalarse en tierras vírgenes: empinadas laderas, colinas escarpadas o estepas mesetarias, hasta roturarlas y trufarlas de piscinas, pistas de tierra batida y verdes campos de golf. Amor por la naturaleza (naturaleza domesticada) y aversión al casco urbano. Esta parece ser la ley del nuevo bienestar. Claro que en el pecado llevamos la penitencia: hay algo absurdo en un modelo residencial basado en la precaución, en el recelo. La urbanización se torna fortaleza y cada una de sus unidades madriguera vigilada. La gente coloniza territorios inexplorados, pero la delincuencia obra en consecuencia, olvida las maneras urbanas y retoma la criminalística rural: la de cuatreros, bandidos o salteadores.

La ineficacia del poder público a la hora de proveer de seguridad da pábulo a una triste alternativa: la privatización progresiva de los entornos para la relación social. Y mientras esto ocurre, los medios de comunicación, los mismos que dan cuenta de la psicosis, el miedo y el espanto, también se ocupan de la sofisticada relación de precauciones que el mercado ofrece a los demandantes de tranquilidad: cámaras de vigilancia; perímetros vallados; sensores conectados a alarmas y sirenas; botones de emergencia en contacto con centrales de vigilancia; cristales blindados; gases lacrimógenos dispuestos en las escotillas de las puertas blindadas; sensores de peso, de movimiento o calor; iluminación inteligente; detectores de microondas que funcionan a modo de radar.

Claro que la medida más extrema la representa eso que los medios denominan "habitaciones del pánico". Las habitaciones del pánico son, al parecer, cámaras acorazadas en las que uno se refugia con toda su familia si detecta la presencia de indeseables dentro de la vivienda. Es decir, uno percibe que han entrado en su casa ciertos tipos y no debe perder el tiempo: agrupa a la familia y se esconde, como una asustada camada de roedores acosados por mustélidos, en los fondos de la mazmorra blindada, a la espera de un nuevo día o de algún coche patrulla.

El miedo se extiende, pero no convendría pasar por alto la mezquindad de ciertas élites económicas, que se recluyen en entornos privados y desconfían ya hasta de su sombra. El espacio público no puede quedar en manos de desalmados, pero para ello es necesario generar nuevos modelos de vida que no pasen por el retiro o el atrincheramiento. La reducción del espacio público puede acabar llevándonos a esas habitaciones del pánico donde sobrevivir sin miedo, pero encarcelados por él.

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