El difícil progreso
El siglo XX quedará como una época de progreso acompañado paradójicamente de enormes costes, con un final esperanzador. Los costes se derivaron de los sistemas dictatoriales de gobierno y del flagelo de la guerra. Más de cien millones de personas perdieron la vida en los enfrentamientos mayores y menores habidos en la centuria, una cifra sin precedentes y un baldón en la historia de la humanidad, baldón al que, por cierto, los españoles hicimos nuestra aportación. Con todo, ello no impidió el progreso, que se tradujo, entre otras cosas, en un crecimiento también sin precedentes de la población mundial de unos cuatro mil millones de personas, lo que no se hubiera producido de no haber mejorado como en ninguna otra época la alimentación y la lucha contra las enfermedades.
El final fue esperanzador porque dictaduras y belicismos parecían desvanecerse con el colapso del comunismo en los años noventa y la consiguiente desaparición de la guerra fría. Se alejaba así, presuntamente de modo definitivo, la terrible amenaza del holocausto nuclear y del retorno al Paleolítico. Se esperaba, como lógico corolario, un progresivo desarme mundial y la utilización de los dividendos de la paz, esto es del menor gasto militar, en ayuda al desarrollo. En suma, cabía barruntar que finalmente nuestra especie podría embocar una vía de mayor racionalidad y lograr en el siglo XXI uno de los mayores hitos de su historia con la implantación de la paz mundial y el final de la pobreza extrema.
Desgraciadamente, esas esperanzas no van camino de cumplirse. Estados Unidos ha aprobado este año un presupuesto de defensa casi igual en su desmesurada cuantía al de los peores años de la guerra fría. Esos centenares de miles de millones de dólares, mejor empleados, permitirían duplicar el nivel de vida de la población de los llamados púdicamente por los organismos internacionales países menos adelantados. Son una cincuentena y en ellos viven unos quinientos millones de personas, las más pobres del planeta. Pero no sólo no hay dividendos de la paz. Como los objetivos del Desarrollo del Milenio, acordados por 189 naciones en la ONU para acabar antes del año 2015 con lo peor del hambre, el analfabetismo y la enfermedad no se están alcanzando, cabe preguntarse cuánto tiempo el presente siglo arrastrará ese otro baldón de la humanidad que es el abismo entre miseria y opulencia.
Es cierto que frente a ello, igual que en el siglo anterior, el progreso no se para. Centenares de millones de chinos e indios han salido o están saliendo de la pobreza. Con más parsimonia, otros países mejoran su suerte. Prosigue así la bifronte contradicción entre progreso y retroceso. Ello hace que existan opiniones encontradas sobre cómo va el mundo. Unos afirman que el liberalismo político y económico es la panacea de todos los males. Otros dicen que si no cambia el orden internacional y acaba el predominio del capital y su globalización, la cosa no tiene remedio.
En cualquier caso, el balance entre el activo y el pasivo del mundo de hoy ha empeorado con el resurgir del fanatismo religioso en algunas partes y su horrible secuela del terrorismo internacional, una lacra para la que no se atisba fácil ni pronta solución. La historia nos dice que fanatismo hubo en muchos países en lo pasado y que desapareció con el desarrollo político, social y económico. Lograr este último, sin embargo, para erradicar aquél puede llevar mucho tiempo, al haber un círculo vicioso difícil de romper entre fanatismo y subdesarrollo. Quizá por ello no hay consenso sobre qué hacer y los intentos encabezados por la superpotencia mundial han sido un fiasco.
No faltan, pues, motivos de preocupación e incluso de desesperanza. No olvidemos, sin embargo, que el progreso no cesa. Sólo se hace más lento y más costoso, incumplidas las ilusiones que nos alborozaron en su día. Los españoles, por nuestra parte, siempre podemos aferrarnos a nuestra historia reciente en la que abandonamos dictadura, pobreza e intolerancia. Lejos de todo narcisismo y conscientes de lo mucho que queda por hacer, quienes ya tenemos años podemos congratularnos de que hoy nuestro país sea bien distinto de aquél en que nacimos. ¿Por qué no confiar, para conservar un resto de optimismo, en que ese notable avance de nuestro modesto país se extienda a la humanidad entera a lo largo de este siglo?
Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica en la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.
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