Desafíos intactos
Nada sugiere que tras la toma de posesión del nuevo Gobierno de unidad nacional que dirige el chií Nuri al-Maliki hayan mejorado las condiciones de seguridad en Irak o disminuido su insoportable grado de violencia y su deslizamiento hacia el sectarismo y la balcanización. Lo atestiguan los más de cien muertos, la mayoría civiles, en lo que va de semana o el estado de emergencia impuesto en Basora; como nada sugiere que Estados Unidos vaya a estar en condiciones de iniciar la progresiva retirada de los 130.000 soldados que despliega en el país invadido. El Pentágono ha decidido llevar a Irak dos batallones desde Kuwait para combatir la gravísima situación en la provincia de Anbar, al noroeste de Bagdad, de mayoría suní.
La pesadilla cobra perfiles más inquietantes para Bush y su administración republicana a medida que se aproximan las elecciones legislativas de noviembre. Y se acentúa porque en el horizonte inmediato del descrédito presidencial figura la divulgación de los resultados de la doble investigación sobre la matanza de civiles en la ciudad de Haditha -precisamente en Anbar- por parte de un pelotón de marines, en noviembre pasado. Todo apunta a que el mando militar estadounidense mintió al tratar de atribuir a la explosión de una bomba el asesinato a sangre fría por sus soldados de 24 personas desarmadas, incluyendo mujeres y niños, en venganza por la muerte de un compañero en un ataque insurgente. En la estela de Haditha, ayer surgían nuevas acusaciones de asesinato de civiles por tropas estadounidenses, esta vez en Samarra, el mes pasado.
En este abismado contexto, es una mera anécdota que Bush haya reconocido algunos de los muchos errores cometidos por su Gobierno en la trágica aventura iniciada en 2003. Washington, por razones obvias, intenta poner ahora todas sus esperanzas en Al-Maliki y su coalición de chiíes, suníes y kurdos. Pero más parecen ilusiones que expectativas realistas sobre las posibilidades de un Ejecutivo que tiene sin cubrir, casi dos semanas después de su toma de posesión, carteras tan cruciales como Interior y Defensa. Y cuyo jefe ha viajado apresuradamente a Basora, la segunda ciudad del país, porque los enfrentamientos entre facciones chiíes amenazan la exportación de petróleo.
Bagdad mantiene intactos dos desafíos sin cuya solución no hay perspectivas racionales de apaciguamiento. Uno es debilitar la tentacular insurgencia. Otro, liquidar las milicias sectarias, sobre todo chiíes. El primer reto implica una integración mucho mayor que la actual de los suníes en las tareas de gobierno. El segundo requiere una auténtica exhibición de fuerza por parte del nuevo primer ministro. Si Al-Maliki no acaba con el sanguinario poder militar paralelo de los suyos, que campa a sus anchas por muchas zonas de Irak, personajes tan siniestros como Muqtada el Sadr acabarán convertidos en los verdaderos dueños del país. Entonces, no sólo el proyecto democratizador de Bush sería un trágico sarcasmo, sino que Irak se colocaría definitivamente más allá de su posible rescate.
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