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Columna
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La grúa

Hace años observé impresionado cómo un aparejador municipal paralizaba una obra porque los albañiles no llevaban el casco; y una vez que éstos se lo pusieron les amenazó con que volvería a inspeccionar todas las medidas de seguridad. Me pareció ejemplar y ejemplarizante aquel gesto. Otro gallo cantaría en este sector que padece tantos accidentes si hubiera más funcionarios con este nivel de celo.

Cerca de donde vivo están haciendo un tremendo boquete a tres metros de los edificios para hacer un aparcamiento municipal para residentes, y uno de ellos ya se ha quedado sin fachada a cuenta de la obra. Al módico precio de cinco y hasta seis millones de las antiguas pesetas, un vecino de los alrededores se puede hacer con una parcela para su coche en ese infierno bajo tierra de la cuarta o quinta planta, para tenerlo que devolver al Ayuntamiento a los cuarenta años, puesto que se trata de una concesión. Normalmente, en el centro de Bilbao no hay problemas de demanda, porque siempre aparecen residentes que tienen sus negocios por ahí y lo acaban comprando todo. Un negocio redondo.

Pero los dueños de algunas tiendas han liquidado sus negocios y se han marchado a otros sitios porque no hay quien aguante ni tanto ruido desde las ocho de la mañana a las ocho de la tarde -los sábados empiezan a las diez- ni tanto polvo. Naturalmente que me he aprovechado de alguna ganga en una de esas tiendas en liquidación; un traje muy majo me salió muy baratito, alguna ventaja hay que tener. Pero yo soy de los que soportan también los ruidos y el polvo, que mi mujer se pasea por la casa como un fantasma continuamente con una bayeta en la mano, y es tal su obsesión que el otro día por poco se fue a la ópera con ella. Empezamos a estar un poco tocados del bolo a cuenta de las molestias de esa obra.

Y lo peor es que el agujero del averno no se queda quieto en su sitio, va colonizando las calles adyacentes, vallándolas y llenando todo de maquinaria, haciendo a los peatones transitar por una amplia superficie en obras, sin que haya funcionario municipal en lugar alguno entregando cascos a los viandantes. He estado en muchas obras, y estas calles que oficialmente no lo son (obras, quiero decir), resultan más peligrosas que muchas de esos otros tajos oficiales. Al final, para el vecino que ha aguantado el ruido, el polvo y todo tipo de molestias -ahora viene la última, que no he acabado- las dos rayas para su coche en el infierno le salen por un Potosí.

La última consiste en que es tan descomunal el agujero, que han tenido que poner una enorme grúa, de las mayores que haya visto, sobre la calzada de una de las calles colonizadas. Es para trasladar materiales por encima de las cabezas de unos quinientos vecinos, que, sin casco, dentro de sus casas, son ajenos a las cargas de cemento, viguetas y varilla que se pasean sobre sus cabezas. Como es una obra propiciada por el Ayuntamiento, aquí nadie da cuentas de nada, mientras que los vecinos, todas las noches antes de irse a dormir rezan una breve oración para que no haya viento que derribe la grúa.

No me cansaré de repetir que la gente es muy buena. Que quitando los de siempre, los morosos en los impuestos, los que no pagan las multas de circulación, que son siempre los que más protestan, la gente es de una bondad y una confianza en las instituciones, en este caso en el Ayuntamiento, que da ganas de llevarlos a los altares o insultarles por ingenuos. Nunca creyeron lo que ha acabado siendo esta obra; nunca pensaron que delante de su fachada pudieran tener no solo el peligro de un hundimiento, sino que desde el cielo le entrara una viga por el techo. Siempre creyeron, creyeron demasiado para tener que recordarles, marxista que es uno, que desde cuándo el progreso y el bienestar han sido una cuestión de fe. La gente es muy buena y se le engaña con facilidad. Después de haber padecido molestias y riesgos, será feliz por tener en la quinta planta subterránea una parcela inundable cada vez que caigan cuatro gotas para su coche. Y todo al módico precio de cinco, cinco y medio, seis millones de las viejas pesetas. En esto y en todo lo demás la gente es muy buena, cree a los verdaderos profetas y, sobre todo, a los falsos.

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