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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El polen

Jordi Soler

La semana pasada, de camino a un bar donde suelo recalar los martes, me enfrenté a unas tormentas de polen inconcebibles. Conducía de Barcelona a Monells por la carretera, cuando el coche fue atacado por un nubarrón en el que había partículas de fraxinus, pinus y platanus, como mínimo, y algunos otros tipos de polen que no vi, o que no pude ver por las lágrimas alérgicas que me nublaban la vista. El nubarrón me cogió por sorpresa y cuando quise cerrar la ventanilla ya era tarde. La sensación de estar en el ojo del huracán del polen se parece a la de estar en el centro de uno de esos huracanes de palomas que atentan contra los transeúntes en la plaza de Catalunya; cruzar por ahí a mitad del fenómeno es suicida porque las palomas barcelonesas no sólo no le tienen miedo a las personas, también nos han tomado la medida y en medio de estos huracanes siempre hay una que se te estrella en el tórax o en la frente, y te deja en el aprieto de explicar más tarde cómo te has hecho ese rasguño entre las cejas o ese manchón oscuro en la camisa. Más vale inventar cualquier cosa antes de decir que te lo ha hecho una paloma, esas criaturas que, por otra parte, son metáfora de lo pacífico. Llegando a Monells, en pleno Empordà, bajé del coche y caminé por las calles empedradas y solitarias del pueblo; hacía sol y un cielo azul, un clima ideal que favorecía la polinización que los faxinus, los pinus y los platanus iban aplicándome en el organismo, y ahí mismo pensé, mientras caminaba por las calles rumbo a Ca l'Arcadi, que está en la plaza central, que la comparación del huracán de palomas con el nubarrón de polen es una tontería porque las palomas se te estrellan por gamberras y el polen lo hace con la intención de formar contigo una familia.

En el Empordà rodeado de polen y mujeres rubias entre los árboles, como en los cuentos de hadas, elfos y princesas

Me senté en una mesa al sol que está sobre la plaza y pedí cerveza y aceitunas, un aperitivo estándar que puede conseguirse en cualquier lugar, y que se vuelve único cuando se toma en cuenta el sitio, esa plaza soleada rodeada de casas de piedra, apacible y vacía, porque era martes, y de una belleza dura que hace de la cerveza y las aceitunas un aperitivo por el que vale la pena conducir desde Barcelona. "Yo diría que también trae usted un poco de quercus", dijo el camarero cuando enumeré para él los tipos de polen que según yo me estaban fecundando. Mientras bebía mi caña vi como una paloma picaba algo en una esquina de la plaza y pensé en lo pacíficas que son cuando andan solas, y en lo bélicas que se vuelven durante esos huracanes multitudinarios que organizan en la plaza de Catalunya, y también pensé que no era ni el día ni el momento de sacar ninguna conclusión.

Después del aperitivo fui a echarme agua en la cara para paliar los efectos alérgicos que eran, según mis cálculos, psicológicos, porque nunca he sido alérgico a nada. Luego recorrí las carreteras del Empordà, erré durante más de una hora por la zona oyendo un CD de Frederic Mompou y después me detuve en una carretera boscosa que hay entre Vulpellac y Pals. Bajé del coche justamente cuando pasaba otro nubarrón de polen y no se me ocurrió otra cosa para evitarlo, para que no me diera de lleno en el cuerpo, que internarme en el bosque. Iba tarareando la Canción de cuna de Mompou y sacudiendome el polen cuando casi me estrellé contra una rubia que estaba medio oculta en unos arbustos, era una rubia emperifollada, con pendientes y minifalda, que tenía poco que ver con el bosque. "¿Y qué hace usted aquí vestida así a la una de la tarde?", casi le pregunté, pero me contuve porque vi que unos metros más allá había otra y que al otro lado de la carretera había dos más, una profusión de rubias que me remitieron a los artículos que he leído sobre esas pobres mujeres que las mafias obligan a prostituirse, uno de esos fenómenos que todos condenan, que a nadie parece gustarle y que, sin embargo, goza de una salud patente y yo diría que exagerada. Junto a la rubia contra la que casi me estrello, había un hombre monumental, metido a fuerza en un automóvil compacto, que mientras hojeaba una revista vigilaba los movimientos de la mujer, los movimientos con que ella se promocionaba cada vez que pasaba un coche por la carretera. Dije "buenas tardes" y caminé rumbo al coche pensando en los tiempos en que en el bosque se recogían setas o se topaba uno con Robin Hood o con la Caperucita Roja. En lo que abría la puerta pasó otro nubarrón de polen que me envolvió durante dos o tres segundos vertiginosos, que además del fraxinus, el pinus y el platanus, y del quercus que había detectado el camarero de Monells, contenía un alto porcentaje de olea y de cupresáceas. Me sacudí con energía antes de subirme al coche, pero no pude evitar que me lloraran los ojos y que se me hincharan los labios, dos síntomas psicológicos porque, como he dicho más arriba, no soy alérgico al polen. Seguí conduciendo por la carretera, oyendo el CD de Mompou, pensando que era hora de volver a Barcelona, y mirando como cada 200 metros salía una rubia entre los árboles; era una visión que a pesar de sus horribles connotaciones, y a pesar de su agobiante realidad, parecía parte de uno de esos cuentos de hadas, elfos y princesas, que suceden en los bosques.

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