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Columna
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Una mota de polvo en una catedral

Rafael Argullol

Desde hace tiempo creo que los mapas y planos son testigos privilegiados de la historia. A través de ellos comprendemos buena parte de la vida actual. Los planos de Barcelona y Madrid, por ejemplo, nos explican en gran medida las diferencias psicológicas entre ambas ciudades. Si leemos con atención el plano de París comprenderemos el desarrollo de la capital del siglo XIX y si lo hacemos con el de Nueva York tendremos las claves de la del siglo XX. Cuando observamos el círculo de la Ringstrasse en Viena, en su momento la defensa del centro burgués frente a los suburbios, entendemos mejor las palabras de Freud o Musil. La perfección geométrica del plano de Turín entraña ese singular hermetismo que caracteriza a la ciudad. Y no hace falta citar el caso de Venecia porque está en la mente de todos.

También los mapas son elocuentes y a menudo hablan. Con mayor precisión que los libros de historia. El de Europa es la consecuencia de una sedimentación de siglos y el de Asia, de milenios. Es decir, invasiones, asentamientos, guerras, pactos, revoluciones, tratados. Fuerzas en tensión que dibujan lentamente fronteras que, pese a todo, despiertan suspicacias. En América el dibujo ha sido más rápido, un fondo mixto de la violenta conquista y de las sucesivas independencias. Sin embargo, no hay ningún mapa más elocuente que el de África.

Si miramos el mapa de África, lo adivinamos casi todo acerca de la actual miseria de este continente. Demasiado geométrico, demasiado exacto, trazado con tiralíneas: un mapa maldito. No se dibujó con la lentitud de los siglos o los milenios, sino en unos pocos años, la silueta que interesaba a las cancillerías europeas; primero con la colonización del siglo XIX y luego con la descolonización de hace pocas décadas. En su pulcritud, el mapa de África está lleno de sangre, una sangre que ya era inevitable en el momento mismo en que los codiciosos despachos del norte trazaban límites en los que el beneficio económico era infinitamente más importante que las tradiciones y sentimientos de comunidades ancestrales.

Ryszard Kapuscinski, en Ébano, describió con viveza la insondable tiniebla que se oculta bajo el pulcro mapa de África. Recientemente, Bru Rovira ha publicado un libro, Áfricas (Barcelona, 2006) que ahonda en la misma oscuridad. Como en el texto de Kapuscinski, en el de Bru Rovira encontramos expuestas descarnadamente las causas de las guerras y los éxodos que asuelan el continente africano. Hay un argumento que se repite: la colonización fue brutal, pero mucho más desesperanzador es lo que ocurre tras las independencias de estos Estados cuyo artificioso dibujo aseguraba la futura inestabilidad y, por consiguiente, la perpetuación de la rapiña.

Bru Rovira ha puesto un subtítulo a su libro: Cosas que pasan no tan lejos. Es una declaración de principios porque aclara el objetivo de sus crónicas africanas. Tras leer las páginas de Áfricas creo que su propósito es invertir el curso de la información que normalmente recibimos.

¿Cómo es esa información? Podríamos llamarla la Gran Actualidad, un engranaje que alimentan poderosas agencias, redacciones atestadas de periodistas pasivos, mesas de tertulianos vociferantes, presentadores de televisión impasibles. Esa Gran Actualidad llega a los lectores o a los telespectadores como la Realidad; no como una u otra realidad, así en minúscula, sino como la mayúscula Realidad.

¿Y cómo es esa indiscutible Realidad? Un bloque, una telaraña, un laberinto, todo menos lo que implique singularidad y diferenciación. Por lo general, gracias a estos mecanismos de información, lo cercano se vuelve lejano. Los extremadamente cercanos éxodos africanos se convierten en machaconamente lejanos. De repente, por estas fechas, se aproximan en forma de amenaza, antes de volver a disolverse en la fantasmagoría del invierno. Nuestras potentes redes de información consiguen que la singularidad de la vida se disuelva en una abstracción espectral.

Con su libro, Bru Rovira lucha en dirección contraria y, quizá por esto, reivindica a menudo el título de reportero, palabra llena de significado en la historia del periodismo, pero que ya casi ha entrado en desuso ante las avalanchas de información uniforme distribuida por la burocracia periodística. Marchar en dirección contraria representa rasgar el velo de la fantasmagoría y adentrarse en esa cotidianidad de la existencia en la que deja de haber lugares comunes.

El reportero Bru Rovira se interna en las recientes guerras de Sudán, Somalia, Liberia y Ruanda con el ánimo de que el lector también rasgue el velo del encantamiento informativo y vislumbre la sangre concreta -y el sufrimiento y la voluntad de supervivencia concretas- tras el espectro, refugio y justificación de las conciencias, de "las exóticas guerras africanas, esas que los expertos occidentales denominan, con adecuado cinismo, 'guerras de baja intensidad".

No hay ingenuidad alguna en las reflexiones de Áfricas. Conocedor de la historia reciente del continente africano, lector de Conrad, Greene o Le Carré, Bru Rovira no se hace demasiadas ilusiones bienpensantes. Le interesa la condición particular, el instante en el que todo se altera por un nuevo acto de crueldad o por un gesto que salva. En este sentido, Áfricas es un texto que crece en trágica intensidad cuando se acerca a los acontecimientos de Ruanda. El reportero se desespera en los vericuetos del desastre al comprobar lo que todavía hoy es así: la obra maestra de la hipocresía informativa, la Gran Actualidad ocultando el mayor genocidio de los últimos tiempos.

Cosas que pasan no tan lejos. Me ha gustado encontrar en el libro de Bru Rovira una de mis citas favoritas de Saint-Exupéry. Está en Piloto de guerra: "Si observas la vida a diez mil metros de altura ya no hay hombres. El rastro humano ha desaparecido. Todo está bañado por el espacio y el piloto sólo es 'un sabio glacial, una mota de polvo en una catedral'. Pero a medida que el avión pierde altura aparecen las casas, los animales, los árboles, los hombres. Y llega un momento en que aquellos hombres tienen rostro, tienen una expresión particular y tienen un nombre".

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