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Columna
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Montenegro, no gracias

Las lecciones de historia, con toda su solvencia, ya las ha hecho Joan B. Culla en este mismo espacio. Nadie que conozca un poco el pasado de los Balcanes puede negar el derecho de Montenegro a tener su propio Estado: siglos de peculiar y medievalizante pero consistente soberanía lo avalan. Sin embargo, tengo la impresión de que la vieja y abrupta Crna Gora, que tuve la ocasión de visitar en los tiempos convulsos de la guerra, esconde algunos cadáveres incómodos en el fondo más preciado del olvido interesado. Y eso, que no le quita nada de derecho histórico, le quita mucho de moralidad presente. Montenegro tiene algo de la Austria del siglo XX, bonito país montañés que consiguió hacer creer al mundo que todos los austriacos habían sido la Familia Trapp. Y, por supuesto, que todos los nazis eran alemanes. De la misma forma que la Austria entusiasta que aplaudió masivamente la ocupación hitleriana y que no sólo no resistió, sino que colaboró con pasión con el Tercer Reich desarrolló una rápida amnesia colectiva cuando perdió la guerra, también Montenegro ha olvidado con rapidez su complicidad serbia. Es justo y necesario, como diría la gramática bíblica, que recordemos un par de cosas: que fueron montenegrinos algunos de los comandos más feroces, violentos y racistas que actuaron primero contra Croacia y después contra Bosnia. Las masacres de la Krajna aún recuerdan la pisada montenegrina. Y, segundo, que Montenegro no sólo se sumó a la guerra invasiva de Serbia, sino que la aplaudió con inequívoco entusiasmo. La hermandad bélica de serbios y montenegrinos fue una de las realidades más inapelables de esa guerra malvada que masacró a civiles con la misma alegría que defendía la limpieza étnica. Para muestra, el botón que me soltaron, en plena batalla contra Dubrovnik, unos refugiados croatas: "lo peor es que no son serbios, sino montenegrinos, los que nos atacan. Y éstos aún tienen menos piedad". De todos los pueblos de los Balcanes, los de Montenegro siempre han sido considerados los más belicosos, los más guerreros y, en la perversidad de la guerra, los más despiadados.

Algunos políticos metidos a intelectuales que aprovechan cualquier contingencia para vender patriotismo retórico tendrían que saber que ciertas comparaciones son odiosas

Por ese mismo motivo, y porque las heridas de la guerra balcánica son tan recientes que aún se cuentan los muertos y aún se buscan las fosas comunes donde fueron arrojados a decenas, resulta hartamente chocante leer algunas imbecilidades patrias, que sitúan a Montenegro en el pedestal de los pueblos mártires finalmente liberados. Es cierto que hoy es un Estado independiente, y ese derecho, conquistado democráticamente, es indiscutible y justo. Pero también es cierto que nunca fue un país oprimido, que siempre estuvo en la hegemonía del poder, que se sintió hermano de la Serbia ocupante y que, si ahora quiere la independencia, es porque algunos oscuros episodios económicos le aconsejan ese status internacional. ¿Será Montenegro un paraíso fiscal, más o menos mafioso, que actuará de imán de sucios movimientos económicos? La realidad no permite demasiado optimismo. Sea como fuere, Montenegro es hoy Estado de pleno derecho, y sólo cabe esperar que no se convierta en refugio de los que vulneran sistemáticamente todos los derechos. ¿Qué tiene que ver todo esto con nuestra ínclita, sufrida y sobreexcitada Cataluña? Espero que nada de nada, porque si el modelo catalán es el modelo montenegrino, estoy por hacerme japonesa. Por poco que hubieran leído y viajado nuestros amados políticos, sabrían que cualquier comparación con el país del rey Nikola sólo era posible en los cómics de Tintín, versión catalana. Materia humorística. Sin embargo, como gozamos de unos políticos intelectuales, algunos de los cuales alardean de poseer miles de libros, gozamos también de la impunidad del disparate. Y así, por arte de magia, hemos podido contemplar una especie de debate político surreal sobre la pertinencia de la comparación entre Cataluña y Montenegro. La cima del surrealismo, por supuesto, la culminó Carod Rovira pidiendo el referéndum montenegrino para los catalanes. Y otra vez a campar por las anchas del populismo nacionalista más arcaico, menos inteligente, más obtuso y, por supuesto, más estéril. ¿Será que no hay forma de renovar algunos conceptos jurásicos que sitúan a Cataluña más cerca de la Edad Media que del siglo XXI? ¿Será que no hemos superado a Vicenç Vives? ¡Qué digo Vicenç Vives! Si algunos aún están con las huestes almogávares masacrando griegos... Y por ahí no hay forma. No hay forma de construir un discurso nacional vinculado a los retos del presente, capaz de asumir la compleja sociedad, heterodoxa y multiétnica, que estamos dibujando, si los modelos que se sacan de la manga, los líderes de la cosa, son esos modelos arcaicos e imposibles, que se parecen a Cataluña tanto como yo me parezco a una monja. Montenegro no sólo no es Cataluña, sino que tenemos que aspirar, con todas nuestras fuerzas, a no parecernos nunca a ese ancestral, arcaico y, de momento, moralmente dudoso país. País cuya memoria reciente está densamente bañada en sangre.

Ya sé. Me dirán que sólo se comparaba el derecho de los pueblos a escoger su destino. Pero las comparaciones nunca están vacías de contenido, nunca son neutrales, y cuando tienen una carga histórica tan espesa, pueden llegar a ser profundamente irresponsables. Por decir que no quede: también Alemania escogió democráticamente su destino cuando votó a Hitler, y sin embargo... La libertad, como la paz, como todo concepto abstracto, no tiene una única definición, ni está moralmente libre de culpa. Depende del quién, del cómo, del por qué... Y, en el caso de Montenegro, algunas de las respuestas son inquietantes. Tendrían que saberlo esos políticos metidos a intelectuales, que aprovechan cualquier contingencia para vender patriotismo retórico. Tendrían que saber que algunas comparaciones son, literalmente, odiosas.

Pilar Rahola es escritora y periodista. www.pilarrahola.com

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