Ni docudrama ni documental
El grave problema de Camino a Guantánamo es que no queda nada claro qué camino es ése. ¿El de un documental?, ¿el de un docudrama o dramatización de hechos más o menos verídicos?
El primer caso sería el de una visita a los lugares en los que transcurrió la peripecia de los tres jóvenes protagonistas. Estos son originarios del subcontinente indostánico, pero de nacionalidad británica y, al parecer, iban a la boda de uno de ellos en Pakistán, para seguir periplo a Afganistán de despedida de soltero y, finalmente, acusados de colaboracionismo talibán, recorrieron un número de presidios de gerencia norteamericana, antes de recalar en el infamante penal de Guantánamo -colonia de Estados Unidos en Cuba- donde al cabo de muchos meses fueron puestos en libertad sin cargos. Y en esos parajes habría cabido interrogar a testigos, a los propios viajeros, y hacer contexto documental de lo que vemos.
CAMINO A GUANTÁNAMO
Dirección: Michael Winterbotton y Mat Whitecross. Intérpretes: Ruhel Ahmed, Asif Iqbal, Shafiq Rasul, Riz Ahmed, Farhad Harun, Waqar Siddiqui y Arfan Usman. Género: drama, Reino Unido, 2006. Duración: 95 minutos.
La segunda posibilidad habría sido la de una dramatización de acontecimientos, de esos que en las películas con raro orgullo dicen que están basados en hechos reales, como si eso fuera un mérito. En este caso, nos hallaríamos ante una narración con sus clímax, descansillos, graduaciones de intensidades diversas, para desarrollar la descalabrada historia de los chicos de Birmingham. Y entonces juzgaríamos a partir de una opción ética y estética -que al final es lo mismo- bien definida. Pero no es así en la película del británico Michael Winterbottom, tan frontalmente crítico de la Administración Bush como otro Michael, Moore, pero, quizá, este último más afinado en su caricatura de la presidencia norteamericana en Fahrenheit 9/11.
El problema es, por tanto, que como narración dramática el filme resulta monocorde y hasta confuso en las escenas de violencia, que son necesarias pero al mismo tiempo secundarias al propósito del director; que carece de forma, de progresión; en definitiva, de esa estructura que es artificial pero decisiva para contar una historia; y como documental apenas contamos con unas caras y unos paisajes, en tanto que el espectador difícilmente puede sustraerse al hecho de que lo que estamos viendo, aunque pretenda ser tan real como la vida misma, sólo es una reconstrucción; bien hecha, sí, pero sucedáneo con ínfulas de documento.
En ese contexto, cuando los dramatis personae se encuentran ya instalados en Guantánamo y hay unidad de tiempo, acción y lugar -ya la película en su segunda parte- la narración se orienta un poco más por sí misma y hay un atisbo de construcción dramática, como cuando los reclusos persiguen una gallina en el patio, o el guardián bueno aplasta un escorpión en una jaula de presos.
Pero, que no se confunda nadie; la película tiene otros méritos. Aun admitiendo que sólo se contempla la acción desde un punto en el que víctimas y verdugos quedan nítidamente retratados, contiene un buen caudal de información que hemos de presumir veraz, sobre todo después de los grandes fiascos de Washington en la presunta guerra contra el terrorismo, como las miserables torturas de la prisión de Abu Ghraib. Y en esa pequeña antología del horror imperial, un detalle poderoso y significativo: los interrogadores de los tres británicos de origen paquistaní -los primeros, siempre de blanco anglosajón y los segundos, de atezado indostánico- cuando se dirigen a estos lo hacen hablando despacio, silabeando mucho, como se dirige uno a un niño, un anciano o un tonto, aunque sus cautivos hablen un inglés popular, nativo, sonoro, coloquial. Sin duda, toda una sorpresa para los señores de este mundo.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.