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Columna
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Auto de fe

La vida del entusiasta del deporte es sacrificada y permite pocos relajos. Hace un par de semanas, la copa del Sevilla le exigió tomar las calles, emborracharse hasta horas inmisericordes y convertir su voz en un ladrido mediante la repetición compulsiva del mismo, desgastado himno; más tarde la locura báquica se repitió con el triunfo del Barcelona, y mediante la redundancia de los cláxones y el estallido de cohetes a horas estratégicas de la madrugada nos hizo comprender a todos que la alegría del éxito futbolístico está reñida con el sueño, propio y ajeno; y para rematar, este mismo domingo se colocó una gorra, se vistió con camiseta y complementos chillones y soportó estoicamente, como buen mártir, la temperatura de fundición que estaba a punto de reducir a papilla el asfalto de la avenida de la Palmera para ver pasar a un coche. Apenas fueron diez minutos y una estela de humo tras la máquina; en su memoria, ese padre de familia conservaría poco más que la caligrafía de unos neumáticos en la calzada y algo, un meteoro, un objeto azul y blanco y amarillo restallando como un relámpago delante de sus ansiosas narices, y aun así tardaría días enteros en sacudirse la sensación de felicidad, esa colcha de pluma que nos aísla del mundo y nos hace encontrar suaves los estropajos y dulce el sabor del pomelo. Fernando Alonso, ese mesías vestido de mono, ese muchacho con cara de despiste que corre de vez en cuando, cuando tiene tiempo entre anuncio y anuncio, ese nuevo icono de la velocidad y la goma quemada, había visitado Sevilla en su labor evangelizadora, y él, el padre de familia, había estado allí. No lo vio, pero vio el coche, es decir, la sombra difusa que lo suplantaba, y le bastó. Una muestra de fe que ya quisiera para sí Rouco Varela: dichosos los que creen sin necesidad de gafas.

Ningún deporte me ha entusiasmado nunca excesivamente, ni existe ninguno que haya tenido mi atención pendiente del televisor durante más de diez minutos, los que tardaba en sentarse la tenista de la faldita después de perseguir bolas bajo el sudor. Aun así, puedo comprender que el devoto sincero y el amante de la bandera se planten en el salón de casa con bufandas y pitos y animen a los once insectos de colores que corren a través del tapiz verde de la pantalla. Con el fútbol, el baloncesto, el tenis existe un código admisible que incluso el profano puede descifrar si lo desea: en la izquierda están los buenos y a la derecha el enemigo, y el juego consiste en gritar y patalear y llevarse las manos a las sienes cada vez que unos penetren en los dominios del contrario, y con mayor frenesí cuanto más lejos lleguen. Se aburra o no, uno se sienta frente a un partido de fútbol y comprende lo que ve, asume lo que pretenden los átomos desordenados que chisporrotean en la cancha, puede compartir su pesar y su júbilo. Con el ciclismo y los coches de carreras todo es distinto. Durante veranos enteros, este país vibró de emoción al ritmo de las pedaladas de Induráin, sin que nadie entendiera del todo por qué era el mejor deportista del mundo y en qué consistían sus estrategias de campeón: lo único que conseguíamos presenciar de esta gigantomaquia era una larga carretera entre paisajes muy bonitos y el primer plano de un rostro frankensteiniano que sufría espantosamente a cada avance. Sabíamos que Induráin ganaba porque un locutor lo iba proclamando histéricamente cada diez minutos; sabíamos que lo peor del recorrido estaba aún por llegar porque el comentarista de turno aseguraba haber visto la montaña desde el helicóptero y haber soltado un silbido. Yo sigo sin vislumbrar las razones que han convertido, por arte de abracadabra, a Alonso en el atleta indispensable de este país; o mejor, no comprendo el fervor con el que la mayoría del público ha asumido esa certeza. En el fútbol, el ojo del espectador sigue al jugador en su progresión hacia el campo rival, prevé sus fintas y sus amagos, sufre con sus retiradas: de algún modo, tiene derecho a gozar y padecer con el destino de su equipo, porque lo ha compartido. En cuanto al chaval de los anuncios, ni siquiera sabemos si su peinado es el que aplasta el casco que atraviesa la meta: es precisa la fe.

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