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La realidad de Andalucía

Hoy se debate en el Congreso de los Diputados la toma en consideración de la reforma del Estatuto de autonomía para Andalucía. Siendo sinceros, no son pocos los que se interrogan con crudeza qué pinta Andalucía en este debate. Si me lo permiten, me tomaré unas líneas para explicarles la realidad de lo que pasa en Andalucía.

En primer lugar, una obviedad: la modernización del Estado de las autonomías era un compromiso de los socialistas y de investidura del presidente del Gobierno. Y en él se enmarca la reforma del Estatuto andaluz, también un compromiso del PSOE de Andalucía con los electores. No se me oculta que acometer reformas de gran calado exige un gran esfuerzo político, que sólo algunos parecemos dispuestos a arrostrar. La modernización del Estado se encuentra siempre con incomprensiones. ¿Ya no recordamos las polémicas en España con el Título VIII de la Constitución, el divorcio, la despenalización del aborto, el matrimonio de homosexuales o incluso con los agoreros presagios que se lanzaron cuando la entrada de España en la CEE? Pero tras el ruido quedan los avances. Y es verdad que, sin restar méritos a nadie, los grandes progresos de la España democrática han estado siempre ligados a etapas de gobiernos socialistas. Como ahora.

Pero ¿qué hace Andalucía significándose en este proceso de reformas estatutarias? No son pocos los que consideran a Andalucía una especie de autoinvitado en una fiesta preparada para otros. Muchos lo hacen desde el desconocimiento; otros tantos, desde la incomprensión, y, finalmente, pocos (pero significativos), desde un cierto desprecio a lo que representa Andalucía en España. En las últimas semanas hemos oído disparates como que el Estatuto de autonomía andaluz "abre la puerta al islam". O que Andalucía "ha dejado de formar parte de España" por culpa del Estatuto, como ha dicho el presidente del PP andaluz.

Segunda obviedad: Andalucía está en este debate por voluntad y derecho propios. No para emular a nadie: formulé la propuesta de reforma del Estatuto en el año 2001 para que fuera madurando en el conjunto de la sociedad. En esa época, nadie había oído hablar ni del malhadado plan Ibarretxe ni del Estatut. Lo hice porque consideré que las costuras del Estado autonómico comenzaban a dar muestras de fatiga. Los hechos me han dado la razón. De lo contrario, ¿por qué la Comunidad Valenciana ha reformado su norma básica? Y Canarias, ¿por qué se lo plantea? ¿Y Baleares? ¿Y Aragón? ¿Todos para servir de coartada al señor Carod Rovira como sostienen los campeones de la sutilidad?

La gran falacia que suelen emplear algunos, por cierto los mismos que no parecen tener otro tema de conversación, es que las reformas estatutarias en modo alguno están entre las principales preocupaciones de los ciudadanos. Es evidente: tampoco los españoles se levantan cada mañana pensando en los Presupuestos Generales del Estado o en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional, y no por eso vamos a restarle importancia en el devenir de España.

Gusten o no, estas reformas hay que respetarlas como una expresión de normalidad democrática. En una democracia representativa, los ciudadanos no deciden cada día sobre las razones de Estado. Lo que sí hacen es un depósito de confianza en sus representantes, vinculados por un programa electoral. A quienes somos elegidos sí que nos compete tomar decisiones de largo aliento, diseñar el futuro para la sociedad, adoptar decisiones trascendentes y hacerlo además con un amplio horizonte.

Ya sé que algunos no dejan de ver al Estado de las autonomías como un Estado-problema. Pero somos más los que creemos que el reconocimiento de la pluralidad de España está en la base misma de ese fenomenal éxito colectivo que ha supuesto la España democrática. El Estado de las autonomías no es un mal menor que sólo tiene sentido en la medida que contribuya a solucionar el encaje en España de Cataluña y País Vasco. Ésa es una visión claramente superada por la historia: el 28-F de 1980, Andalucía, contra viento y marea, se ganó el acceso a la autonomía plena a través del artículo 151 de la Constitución. Los argumentos contra aquella apuesta reproducen milimétricamente los que ahora se esgrimen contra la reforma estatutaria andaluza, algo que debería dar que pensar a algunos.Andalucía, entonces como ahora, no pidió para sí lo que negara a los demás. Por otras vías, Canarias y Valencia ampliaron su autogobierno hasta equipararse a las comunidades más avanzadas y luego el proceso de descentralización ha continuado hasta alcanzar un razonable grado de homogeneidad entre todos los territorios. Todos deberíamos tener en cuenta que a España, y desde luego a Andalucía, le ha sentado muy bien la autonomía. Bien puede decirse que los andaluces asocian la autonomía a la superación de lastres seculares que parecían perseguir a esta tierra como un designio histórico.

Ese cambio de signo, en Andalucía y en España, tiene mucho que ver con la puesta en valor de todos los actores sociales, económicos e institucionales que deben aportar algo al Estado. Un Estado que, de la misma manera que necesita a la UE para afrontar retos globales como la inmigración, también requiere del concurso de las Administraciones de base territorial inferior. ¿Es que acaso España no es hoy un país más eficaz, más eficiente, más próspero y con servicios públicos infinitamente mejores que hace 30 años? ¿Es que las universidades, los colegios, los hospitales funcionan peor porque los gestionen las comunidades autónomas? ¿Se rompió España porque los principales servicios públicos estén en manos de las autonomías? ¿De verdad puede sostenerse con rigor que España va a romperse porque Andalucía gestione, por ejemplo, la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir?

Está causando también mucho ruido interesado la inclusión, en el preámbulo, del término "realidad nacional". Y todo ello aunque no tenga más objetivo que reforzar la definición de "nacionalidad" que Andalucía ya incluyó en su Estatuto en 1981 (han leído bien: hace 26 años). ¿Por qué ser "nacionalidad", que es un término que en el lenguaje coloquial todos emparejamos con el calificativo "española" que figura en nuestros pasaportes, pasa desapercibido y aludir a que "la Constitución reconoce la realidad nacional de Andalucía como una nacionalidad en el marco de la unidad de España" (ésta es la propuesta del PSOE, rechazada por el PP) supone un escándalo y anuncia nada menos que la liquidación de España? ¿No estará tratando alguien de emboscar burdamente su rechazo a toda reforma, a todo avance, a toda modernización del Estado?

La reforma del Estatuto de autonomía de Andalucía es nuestra mejor apuesta por la unidad y por la cohesión de España. El nuevo Estatuto, además, ancla nuestra reforma (y posiblemente todas las que vengan después) en el plano inexcusable de la igualdad de todos los españoles.

Hoy, el Partido Popular tiene, en el Congreso de los Diputados, una segunda oportunidad histórica, de una importancia similar a la que despreció el 28-F de 1980. Si avalan con su voto el derecho de Andalucía a debatir su Estatuto en la Cámara que representa la soberanía de todos los españoles, habrá una nueva oportunidad para el consenso. Por el contrario, si intentan que las Cortes ni siquiera tomen en consideración lo que propone el Parlamento de Andalucía, entonces les auguro que otra vez tendrán que pasar veinticinco años dándoles explicaciones a los andaluces. Exactamente lo que les viene ocurriendo desde el 28 de febrero de 1980.

Manuel Chaves González es presidente de la Junta de Andalucía.

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