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Columna
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Pensamientos crudos

Mi cerebro no acaba de encontrar la tan ansiada aleación de ideas y emociones que me permita transformar las promesas de felicidad que escucho en boca de nuestros líderes políticos en una sensación duradera de plenitud y calma ante el futuro. No me refiero a nada en concreto, sino a todo en general. ¿Acaso no les pasa? Nunca me fié de la retórica optimista de Clinton. No me creo nada de lo que dice Blair. Las caras y muecas de Ibarretxe me nublan las ideas. Zapatero me desconcierta. Y a Rajoy no le pillo el truco. Por no hablar de Jacques Chirac. De la lectura de la prensa diaria, del contacto con la calle, de la inmersión en los libros y la evasión en la nada no ha surgido aún la alquimia que elimine el trasfondo de inquietud y desconfianza del que no me libro desde que, según me dicen, me paseaban por el bilbaíno Parque de Doña Casilda. Y así, mi cerebro se debate entre el pensamiento errante, los pensamientos crudos y la tentación de no pensar.

No puedo citar su nombre ni desvelar su identidad. Pero fue hace no mucho cuando, al pasear con un conocido escritor vasco por el Central Park de Nueva York, el aire soleado de la primavera, o la falta de prisa, o el amarillo de los taxis o lo que fuera hizo que su conversación abarcara el edificio Dakota y a John Lennon, al pintor donostiarra Vicente Ameztoy y la China maoísta, a Holden Caulfield y Las Memorias de Ultratumba de Chateaubriand, la sorna bilbaína y el humor inglés, el Gara y el New York Times. Atrapados por el pensamiento errante, el hombre-escritor dio rienda suelta al escritor-escritor y surgió el flâneur del que hablaba Baudelaire en su elogio del pintor Constantin Guys, "el pintor de la circunstancia y de todo lo que en ésta sugiere la eternidad". Y por unos segundos, minutos, por un par de horas de mañana de sábado, el futuro parecía ilusionante y las circunstancias llenas de verdades.

Según el filósofo Walter Benjamin, es este deambular sin rumbo ni motivo el que dota al flâneur de la sensibilidad poética y el desapego necesarios para ver y comprender las ruinas trágicas sobre la que los hombres hemos edificado la realidad, presente, pasado y futuro de la Humanidad. Porque no todas las mañanas de primavera son soleadas, ni todos los escritores vascos son un caudal de referencias tan abierto al mundo y a la vida. De ahí el pensamiento crudo.

Venciendo el permanente ruido informativo que provoca la densa y farragosa conversación de la política cual inhibidor de frecuencias intelectuales y pensamientos libres, la actualidad deja entrever a veces la imagen de la tragedia. El "pensamiento crudo" lo adopta Benjamin de Bertold Brecht y lo aplica a la observación y crítica de la realidad más real, la cruda realidad. Esa que muestra la cabeza ensangrentada de un trabajador del metal de Vigo aporreado por la Policía. La que dice que más de 300.000 personas en España pueden ser vilmente engañadas y a escala colosal por, literalmente, timadores de la estampita.

Prometan lo que prometan los políticos, y sea o no sea el futuro ilusionante, mi cerebro lleva unas semanas estancado en visiones que creía de otro tiempo: de la colza, de Euskalduna, de minas y astilleros, con policías nacionales de uniforme marrón (ni gris ni azul) disparando gas contra trabajadores que se resistían a ser prejubilados bajo el puente de Deusto, mientras ahí al lado, ajenos al ruido del mundanal ruido de los ochenta, yonquis de barrio se pinchaban en el pórtico del Museo de Bellas Artes de la capital. No soy capaz de deshacerme de la inquietud y desconfianza que les decía. Entonces miro al mar, escucho las olas, y oigo los gritos desesperados de africanos pobres naufragando a las puertas de Europa. Dicen que el cadáver de un negro se vuelve blanco tras unos días a la deriva. Y mi diablillo escéptico no deja de susurrarme al oído que esto va mal, sin referirse a nada en concreto sino a todo en general.

Quizás sea verdad que el futuro traerá ilusión, y que nuestros políticos conocen el camino. Pero he de decir que sólo gracias a estos momentos de fábulas errantes en Central Park y a la huella indeleble de pensamiento crudo y cruda realidad del Parque de los Patos no me abandono a la tentación de renunciar a pensar. Porque escucho a Blair sobre Irak, a Zapatero sobre Cataluña, a Ibarretxe sobre Euskadi y a Rajoy sobre Pujalte, y no oigo nada. Sólo el permanente ruido informativo que provoca la densa y farragosa conversación de la política, cual inhibidor de frecuencias intelectuales y pensamientos libres.

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Ya no puedo hablar de lo vacío que me deja la palabrería del llamado proceso de paz; de lo que me aburren los preámbulos de los nuevos estatutos en marcha; de lo que me indignan los circos populares en parlamentos democráticos. No corresponde a estas páginas de este diario. Pero algo va mal. Lo decía siempre Benjamin, hasta que se quitó la vida en Port Bou, cansado y enfermo del corazón, harto ya de huir del horror nazi. Puede ser que, en realidad, esto es lo que me dijo el escritor vasco, y yo no me di cuenta.

Borja Bergareche es escritor.

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