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Columna
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La paciencia puede cocinar una piedra

Soledad Gallego-Díaz

Los días 10 y 11 del próximo mes de julio se celebrará en Rabat una conferencia euro-africana sobre migración y desarrollo, organizada por Marruecos y España. Faltan pocos días pero todavía no se sabe qué países van a asistir, de África y de Europa, ni cuál será su nivel de representación ni los documentos básicos de los que partirán los trabajos de la conferencia. Nada de nada. Habrá que confiar en que las cosas no estén tan paralizadas como parecen y que la reunión termine por producir sus frutos. Sobre todo, que se den pasos hacia lo que la mayoría de los expertos considera la decisión más urgente y necesaria: la apertura de las fronteras europeas a cupos de emigrantes africanos, autorizados, por periodos determinados de tiempo, a trabajar en nuestros países.

Todo el mundo sabe, en África y en Europa, que está en marcha una gran corriente de migración, perfectamente justificada y explicable, y que si no se encuentran pronto los elementos para encauzarla y organizarla provocará grandes sufrimientos. No sólo en los que emigran, que sufren muerte y discriminación, sino también en nosotros mismos, porque ya sabemos de lo que somos capaces y de las infamias en las que puede caer nuestra naturaleza cuando nos relacionamos con "los otros" o nos sentimos amenazados por su presencia.

Karen Blixen escribió sobre el modo en que se comportaban los europeos en África: "Muchas veces he pensado que la pena y la compasión ocupan demasiado lugar en la mentalidad moderna. Lo que realmente debe movernos es el deseo de comportarnos con justicia, una honda aversión a vernos degradados nosotros mismos de esta forma...". La gran corriente migratoria que empieza a llegar de África no es un asunto de ellos, que tengamos que contemplar con pena o compasión. Es un fenómeno social provocado por condiciones económicas, políticas y globalizadoras que todos hemos contribuido a poner en marcha y al que no podemos dar la espalda como si fuera ajeno.

Cierto que no podemos acoger en nuestros países a todos cuantos querrían emigrar de los suyos. Cierto que una inmigración descontrolada puede provocar movimientos de xenofobia y racismo. Pero cierto también que no existen trabajadores ilegales, sino trabajo ilegal y que la mano de obra africana es la más barata de todas y la que acepta las faenas más duras y desagradables. ¿Por qué, si no, siguen existiendo tantos inmigrantes africanos clandestinos? No es un problema exclusivo de España. Ayer, el nuevo ministro del Interior británico reconoció que no tiene "ni idea" de cuántos inmigrantes irregulares hay en su país. Pero lo que está claro es que, en el Reino Unido como en España, no sobreviven mendigando sino ejerciendo las tareas más bajas en el escalón social.

En casi toda África subsahariana existe el mismo proverbio, procedente del pueblo fulbe: "La paciencia puede cocinar una piedra". Los subsaharianos son pueblos asombrosamente pacientes y pacíficos (en España tienen los índices de delincuencia más bajos de toda la población), pero ya han cocinado la piedra y ahora la tienen en la mano. Por primera vez, esta semana se ha organizado en Malí una manifestación de protesta contra la visita oficial del ministro francés Nicolas Sarkozy, defensor de una dura política de repatriaciones. Los malienses, simplemente, no pueden quedarse en su país porque no disponen de fuentes de ingresos ni de esperanza de conseguirlos. Los que emigran no son los que se mueren de hambre, sino los que se mueren de desesperanza. Muchos creen que si se organizaran cupos temporales de trabajo en los países europeos, que les permitieran mantener el contacto con sus familias en sus lugares de origen, aceptarían la regulación del flujo migratorio y los plazos de los países de acogida. Y muchos creen que ese flujo permitiría al mismo tiempo mejorar las condiciones de vida en los países de origen. ¿Lo habrán oído los responsables de la Conferencia de Rabat?

Quienes vienen y quienes vendrán no son quienes se mueren de hambre. Esos se quedan para siempre en Dafur, en el cuerno de África y en todas las zonas de extrema sequía que atraviesan ya África. Y si la mayor vergüenza es no tener vergüenza, sepamos todos que evitar esas hambrunas medievales cuesta unos pocos millones de euros y algo de voluntad política. solg@elpais.es

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