El partido
Hace unos días estaba atrapado en una mesa donde se hablaba de los niños perdidos del franquismo, dentro de un auditorio del centro comercial L'Illa, y esta mesa alcanzaba su ecuador justamente cuando empezaba un juego crucial del Barça y nuestro público, que era poco, salía en una modesta estampida rumbo al televisor más cercano y nos dejaba en la mesa con la palabra y el Jesús en la boca, pero también con el compromiso de llevar esa mesa a buen puerto, así hubiera tormenta o jugara nuestro equipo, o más bien el mío, porque a la gente que se quedó o no le importaba el fútbol o venía de Madrid, como Benjamín Prado, que era el autor del libro que nos tenía allí reunidos. Yo, por miedo al horror vacui, por el horror al vacío que se produce cuando todos saben lo que pasa menos tú, encomendé a un amigo la tarea de irme contando a golpes de SMS las incidencias del juego, porque ponerme unos cascos en plena mesa redonda era un acto indecente, aunque el chaval que grababa nuestras disertaciones sobre ese episodio oscuro del franquismo estaba metido en su cabina con sus cascos puestos a un volumen que nos permitía apreciar a todos, que éramos pocos y cada vez menos, hasta los últimos detalles de las canciones de los Arctic Monkeys. Quiero decir que mi idea de ser indecente y ponerme unos cascos para oír el partido, a la luz de aquella banda sonora que tropezaba con nuestras palabras, era una tibieza. En cuanto se inició el partido recibí un SMS que decía: "Ha comenzado el partido", y 10 minutos más tarde otro, de aires crípticos: "Mar tranquila y viento en popa". Yo había fraguado un plan íntimo que consistía en desaparecer al final de la mesa redonda, en perderme de camino a la cena que coronaría aquel acto y meterme en cualquier bar que tuviera televisor o, en su defecto, irrumpir en casa de un amigo que quedaba más o menos entre el auditorio y el restaurante, y más tarde aparecer como si nada a la hora del café y los digestivos. Terminé mi participación hablando del coronel Vallejo Nájera, aquel psiquiatra que convenció a Franco de que había que montar un gabinete de investigaciones psicológicas, para darle vuelo a su esperpéntica teoría de que los rojos eran gente subnormal y de que el marxismo era una tara mental que había que erradicar de España. Franco, no faltaba más, le hizo caso, y aquel gabinete sirvió de base para reeducar a un numeroso grupo de niños, que eran hijos de los vencidos, que primero eran secuestrados y más tarde reinsertados en familias afines al régimen. Como verán, en aquella mesa redonda se trataba uno de los episodios más sórdidos del franquismo, y estarlo ventilando mientras jugaba el Barça no sólo era anticlimático, también era evidencia de la diversidad del mundo, del encuentro de dos realidades dispares, que sucedían a la vez, en una mesa específica del centro comercial. "Minuto quince y no hay señas del lince", informó mi amigo desde su televisor y yo prometí que la próxima vez que alguien tenga que irme informando de un partido recurriré a mi gestor y no a mi amigo el poeta. Salimos del auditorio a coger un taxi rumbo al restaurante, pero ya éramos tan pocos que cabíamos todos en un solo coche y en esas condiciones era imposible escaparme de manera discreta para meterme a un bar y ver lo que quedaba de juego. Mientras seguíamos conversando del coronel psiquiatra, simultáneamente, traté de construir una imagen mental de la esquina donde estaba el restaurante, pero no logré visualizar ningún bar con televisor y lamenté que las crónicas tengan que escribirse después de los hechos, porque de haber sido al contrario, no habría tenido más que seguir estas líneas para dar con el televisor donde terminé viendo el partido. "Minuto 25, marejadilla en la popa de Eto'o", y yo comenzaba a desesperarme porque el taxista no estaba dispuesto a quitar su CD de Rocío Durcal para que pudiera oír el partido. "Popa de Eto'o francamente arbolada", escribió el poeta cuando entrábamos en el restaurante y yo comprobaba que no había televisor a la redonda, ni bares cercanos adonde pudiera escaparme. Los cascos en las orejas seguían siendo una descortesía porque la conversación era muy cálida y animada, y yo a esas alturas pensaba que mi destino era el partido dosificado en poemitas, pero en un abrir y cerrar de las puertas de la cocina alcancé a ver un televisor mínimo que estaba entre dos fogones. Me excusé diciendo que tenía que ir al lavabo y me interné directamente en la cocina, cosa que desconcertó e incluso hizo recelar a mis colegas. "Los clientes no pueden estar aquí", dijo el cocinero, un señor entrado en carnes que pasaba verduras de una olla a un sartén crepitante de contenido vivaracho; "ya lo sé", respondí mientras jalaba una silla y me sentaba frente al televisor. Al medio tiempo, que fue anunciado por mi amigo como "mediodía en pleamar", me ofrecí a cortar las patatas de un montón que tenía ahí el cocinero, con la idea de asegurar mi silla para el resto del partido, y después salí a avisar que estaría un rato en la cocina porque el chef iba a enseñarme a trufar un solomillo, que era la especialidad de la casa. Luego escribí a mi amigo: "Televisor a barlovento", y desconecté el teléfono.
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