Sin novedad, baronesa
Confieso no entender las razones que están moviendo la llamada remodelación del paseo del Prado. Hace unos cuantos años se oyó hablar con frecuencia de una hermosa mujer, cultivada, poco dichosa y tan bella, que alcanzó uno de los galardones que otorgan determinadas empresas mercantiles traficantes con la belleza, hasta ahora femenina. La conocí personal y superficialmente en el club de golf La Moraleja, cuando empezaba el furor irrigatorio de la reseca meseta madrileña. Y recuerdo con nitidez que me cayó muy bien aquella rubia catalana que supo sobreponerse a la pacata y estúpida moralina con la que quisieron castigarla por ser guapa, por tener un hijo, de padre, por cierto, muy conocido, por hablar idiomas y por mantener una desafiante sonrisa. Aquella elegante y exquisita mujer se casó con el trasunto de Tarzán y, después, con un aristócrata tudesco, batido en el tráfico de armas y en cualquier tipo de especulación a lo grande, que iba desde los carros de combate a los ascensores.
Mantuvo el tipo en la jet set oscilante entre las nieves de Gstaad, la ribera del lago Leman y los amaneceres de Bora Bora, pasando por la explosiva Marbella del príncipe Hohenlohe. Una mujer tenaz en un mundo envidioso y hostil, que acabó siendo profetisa en su propia tierra. El marido hizo buenos negocios en España, incrementando una ya sólida fortuna. Era, también, tenaz coleccionista de arte, o sea, ganaba dinero buscando, cambiando, vendiendo y guardando algunas obras de arte, las que consideraba mejores. Así se hizo con una notable colección donde, suele suceder, hay de todo, incluso cosas muy buenas.
Entre aquel esplendor de obras muy poco habidas en España y generosamente en las pinacotecas francesas, inglesas y americanas, llegó la publicitada colección. Hay quien dice preferible que el arte se concentre en determinados sitios, ya que es más lógico que el admirador se desplace para verlas que andar colgándolas y descolgándolas de sus presuntas paredes finales. No fue ése el criterio, y hace unos cuantos años se enhebró una gran operación económica por la que Madrid, en un espacio inferior a los 500 metros, albergaba una concentración museística envidiable. Sobre todo porque estaba bien claro que los aficionados del mundo entero, si querían ver juntos numerosos y singulares goyas, velázquez, grecos, zurbaranes y otros fértiles genios, tenían que venir a Madrid. A mano quedaba la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y, hacia el Sur, la conversión del antiguo Hospital General en Centro de Arte Reina Sofía; y el hermoso edificio de Vistahermosa, prolongación del Prado, en otro gran museo de pintura. Cabría decir que nunca es excesivo, pero también que la idea primitiva -que no parece haber cambiado- es el préstamo por cantidades muy elevadas y finitas de un patrimonio ajeno, con ejemplares valiosos y exóticos. Hay quien sabe por qué y en qué momento aquella operación de arriendo se consolidó tomando, primero, con timidez, y después, de forma resuelta y pública, el nombre de Museo Thyssen, en lo que era el anejo de Vistahermosa.
Hay polémica con unos cuantos árboles, zafarrancho poco explicable en esta ciudad nuestra de cuyo verdor deberíamos estar permanentemente orgullosos los madrileños. El copioso, casi abrumador, tesoro del Botánico podría sufrir con la pacatería de protestar por el enraizamiento de unos cuantos ejemplares, algunos de los cuales apenas tienen diez años y tampoco se trata de prohijarles o darles un apellido que no necesitan.
La señora baronesa -según las crónicas- ha pillado un metejón impropio de su equilibrada inteligencia y amenaza con encadenarse a uno de los troncos aledaños al edificio. Si las autoridades municipales, autonómicas o siderales se ven amenazadas con un hecho tan estrambótico, creo que lo más sensato, correcto y cortés es permitir a la señora baronesa que se encadene donde mejor le plazca, como reconocimiento de Madrid por habernos prestado hermosura tanta y tanto impresionismo del que carecíamos. En el antiguo cuplé, el mayordomo iba anunciándole tragedia tras desgracia a la señora baronesa, templada por el estribillo de que todo iba bien. Madrid tiene los enormes problemas de toda gran población y, precisamente, la polémica ha ido a instalarse donde menos es precisa. Alguien tendría que poner un reconfortante colofón al asunto. "¡Dejadlo de una vez, que así es el Prado!".
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