Vida del último metafísico
La figura y la obra del filósofo Xavier Zubiri (San Sebastián, 1898-Madrid, 1983) carecen hoy de relevancia fuera de los ambientes académicos, nada que ver con la que conservan las de Ortega o Unamuno, los "filósofos españoles" por antonomasia. Pero el pensamiento de Zubiri -sistematizado durante el franquismo, al margen de la cultura oficial- sobresale por su originalidad y profundidad. Desde su adolescencia, a Zubiri le conmovió que "las cosas se transformaran en problema" y consagró su vida a reflexionar sobre las irresolubles cuestiones de la metafísica: ¿qué es la volátil esencialidad de las cosas? ¿Hay algo "más allá del ser"? ¿Existe Dios? ¿Qué son la materia, el espacio y el tiempo? ¿Es la soledad una "condición ontológica" del ser humano?
XAVIER ZUBIRI. LA SOLEDAD SONORA
Jordi Corominas y Joan Albert Vicens
Taurus. Madrid, 2006
920 páginas. 28,50 euros
Alumno de Juan Zaragüeta y Ortega, de Husserl y Heidegger, fascinado por la fenomenología pero también por las teorías de los físicos Schrödinger, Einstein y Planck, a quienes trató, Zubiri desarrollaría un pensamiento más radical que el de sus maestros, una transfenomenología lograda mediante el acribillamiento a preguntas de la realidad, reacia a descubrirse. Aunque metafísico, ninguna rama del saber le fue ajena; le interesaban tanto las antiguas lenguas orientales y la teología como la física cuántica, la genética y las matemáticas puras. Con todo ello consolidó su formación y luego sus escritos, de lenta y tardía elaboración.
En 1962, cuando Zubiri tenía
64 años, se publica en Madrid Sobre la esencia, su obra señera, fundamento de su trilogía posterior Inteligencia sentiente (19801983). Aquel libro extraño fue un éxito de ventas; lo compró mucha gente, pero casi nadie lo leyó. El filósofo gozaba entonces de selecta popularidad: después de que en 1944 renunciase a su cátedra en la madrileña Universidad Central, desmoralizado por la falta de libertad docente, Zubiri se ganará la vida impartiendo cursos privados de filosofía bajo el patronato del Banco Urquijo, ya hasta el final de sus días. Un círculo escogido de interesados procedentes de los altos estratos de la sociedad y de diversos ámbitos profesionales lo escucha con embeleso, pagando generosamente por ello. Asistir a dichos cursos es signo de distinción y cultura.
Pocos se enteran de todo; Zubiri habla deprisa, aunque su "jerga" seduce a sus oyentes. Ortega, fino estilista, había aconsejado al joven Zubiri que leyera a los clásicos y no tantas obras científicas, para conseguir un lenguaje filosófico más amable. Bertrand Russell, ante un párrafo zubiriano, comentó: "Diarrea de palabras y estreñimiento de ideas"; pero el sagaz José Luis Aranguren defendió a quien fuera su maestro con este feliz argumento: "Los crucigramas, si están bien hechos, son claros pero difíciles de resolver".
¿Quién fue ese filósofo de lenguaje enigmático, cómo se resolvió el crucigrama vital de ese hombre que escribía libros tan arduos? A estas preguntas responden los autores de esta excelente biografía, combinando la amenidad expositiva con el rigor investigador. Las casi mil páginas se leen con fruición. Zubiri pudo ser un filósofo plúmbeo, pero su vida fue intensa, pues cuando no sufría él de crisis internas, era el mundo circundante el que entraba en crisis. Aventurada fue la odisea de la vocación religiosa del joven Zubiri, quien de niño quiso ser "sacerdote y sabio", y luego, la tortura del recién ordenado sacerdote, arrepentido del "mayor error" de su vida; kafkiano, el largo proceso de secularización, la lucha contra las autoridades eclesiásticas españolas; y magníficos, los capítulos dedicados a los estudios en Lovaina y en la Alemania de los filósofos y los científicos, así como aquellos que recrean la vida universitaria española: en 1926, Zubiri gana la cátedra de historia de la filosofía en Madrid, en aquella universidad libre que albergaba a Besteiro, Morente y Ortega; participa en las tertulias de la Revista de Occidente y apasiona a su despabilada alumna María Zambrano ("finalmente él no se decidió", anotó ésta).
Luego, la Guerra Civil, que
sorprende a Zubiri en Roma, casado en 1935 con su primer gran amor, Carmen Castro, hija de don Américo, el historiador heterodoxo. La funesta contienda, los crímenes de unos y otros, los Zubiri en París, la amistad rota entre el filósofo y sus entrañables Eugenio Imaz y Bergamín; las nuevas amistades como la del mesurado Laín Entralgo. El regreso a una España amarga y a una universidad plagada de sotanas, imbuida del espíritu de cruzada que asquea a Zubiri. Y la renuncia a participar como docente en el desaguisado. Quizá sean éstos los mejores capítulos de este libro de absoluta referencia, que tal vez pierde interés hacia el final, donde prevalece la forma dialogada y más parece una hagiografía del eminente anciano tristón adorado por sus discípulos. Queda un asunto en el aire: ese misterioso amor extramatrimonial de Zubiri al que se alude y del que no se explica nada.
Sin ser una "biografía intelectual", los autores introducen al lector en el pensamiento zubiriano; quien desconozca las aportaciones del último metafísico español obtiene una idea de ellas y acaso quiera saber más. Así que quizás esta Soledad sonora nos incite con su eco a leer las asequibles Cinco lecciones de filosofía, y hasta a desempolvar Sobre la esencia, ese digno mamotreto que hoy reposa en el limbo.
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