Sangre y savia
Con una envidiable dosis de optimismo, un especialista en ética aventuraba hace pocos años que, si el siglo XX vio la consolidación de los Derechos humanos, al XXI le tocaría presenciar la asunción definitiva y forzosa de los Derechos de los Animales. Tal vez tuviera razón: cada vez estamos más lejos de contemplar a las mascotas que conviven con nosotros o a los peluches que distraen a las familias en los zoológicos como un agregado neutral de glándulas y fibra que puede servir de pasto a experimentos médicos o a la mera estupidez disfrazada de tradición. El hombre es una especie que aprende despacio, a tropiezos, que se toma su tiempo para advertir evidencias que relucen delante de sus narices como velas de cumpleaños: sólo ahora, después de seis milenios de historia y muchos otros de evolución, se halla en condiciones de admitir que no es el dueño de la creación y que no puede lastimar impunemente al resto de criaturas que le rodean. A muchos les habrá hecho gracia y no les habrá resultado más que un pecado venial de extravagancia la reciente propuesta por parte de un diputado de promover a los simios a la primera división de los seres para convertirlos en humanos: y sin embargo parece un ajuste de cuentas legítimo, que si las cosas fueran de otra manera habría que extender también a los toros que se desangran sobre el albero y las cabras que arrojan a volar desde las cimas de los campanarios. La esperanza es el más económico de los sentimientos: si hoy les ha tocado a los monos, nada nos cuesta confiar en que mañana ese ascenso llegará hasta los árboles que les sirven de residencia.
Hojeando ese centón de creencias y rituales que es La Rama Dorada, de Sir James Frazer, hallo que los indios Ojebways evitan en lo posible talar los árboles de sus bosques porque son conscientes de que el golpe del hacha contra la corteza les hace sufrir, hasta el punto de que alguno de sus hechiceros ha oído lamentarse a un olmo después de la masacre del leñador. No hay que remontarse hasta tribus primitivas para documentar esa delicadeza: en la misma página se nos habla de campesinos austriacos o alemanes que piden excusas al árbol antes de abatirlo, cuando su eliminación se ha convertido en indispensable. Naturalmente, la sospecha que subyace a todas estas deferencias es la de que el árbol también siente, también vive, está dotado de emociones y sentimientos que, aunque más retardados y como en letargo, pueden compararse sin demérito con los que entibian el corazón humano. De algún modo oblicuo y secreto, el árbol también posee un alma, ese mismo espíritu que le atribuía Aristóteles cuando lo contemplaba crecer y desarrollarse y buscar el sol desde el árido suelo: entre los Basoga del África Central, el derribo de un tronco sin las preceptivas ceremonias puede obligar al fantasma del vegetal a perseguir a su asesino con la intención de cobrarse la deuda. A pesar de la diferencia de color, la savia se asemeja demasiado a la sangre para hacerla correr inútilmente.
No soy urbanista ni he estudiado con detenimiento los proyectos que han animado, a Gallardón en Madrid y a Monteseirín en Sevilla, a eliminar drásticamente de sus plazas y avenidas a los árboles que pacían tranquilamente en las aceras. Quizá, como arguyen, esa limpieza étnica esté motivada por la necesidad de construir una ciudad más accesible, confortable y abierta a las necesidades de sus habitantes: el espacio es siempre la excusa de toda limpieza étnica. Ignoro si esos ejemplares ocupaban las calles desde los tres o cuatro siglos atrás que calcula la baronesa Thyssen, y ese dato particular me parece de poca importancia; sí sé que los árboles plagaban la Tierra mucho antes de que un bípedo idiota sin pelo que le protegiese del invierno comenzase a quemar pinares para calentarse, y que mediante un complejo proceso químico que enseñan a los niños en las escuelas transformaban el veneno que flotaba en la atmósfera en el oxígeno que alimentaría a los futuros leñadores y promotores inmobiliarios. Esos árboles deberían quedarse ahí, frente a nuestras ventanas, en mitad del cemento: servirían como recordatorio de que, al fin y al cabo, la ciudad sólo existe por la generosidad de la jungla.
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