La religión nacionalista
ETA necesita una coartada para justificar su decisión. El nacionalismo ha conseguido imponer un modelo de nación como objeto de culto, sagrada
El magma de odio y frustración permanecerá larvado en Euskadi durante años, sobre todo porque las gentes de ETA difícilmente podrán reconocer públicamente el sinsentido de su crimen. Han derramado demasiada sangre, arrastrado al asesinato y a la cárcel a demasiada gente durante demasiado tiempo como para que esa subcomunidad nacionalista creada en torno a la maquinaria, a la industria de la muerte pueda, sin más, admitir su disparate trágico. Reconocer la mentira original: la falacia que presenta a un pueblo vasco único en su esencia, homogéneo, ancestral, sojuzgado, humillado y explotado a lo largo de la historia por los españoles y franceses, o aceptar que la violencia no tenía fundamento alguno en la democracia y que ni siquiera es cierto que, a la luz de la legislación internacional, tengan derecho a su particular autodeterminación, viene a ser para ellos como situarse ante el abismo de la pérdida de identidad grupal, como proclamar que han arruinado inútilmente sus vidas y las de sus víctimas.
Algunos nacionalistas pintan a Euskadi como la tierra prometida que llegará cuando rompa los lazos con España
Kepa Aulestia: "Los activistas de ETA han llegado a su límite vital". Cesan para no acabar postergados
Para las víctimas, la reconciliación es un sarcasmo puesto que nada tenían que ver con los verdugos
Detrás de cada miembro de ETA hay un drama personal. El fanatismo llegó con el adoctrinamiento
Aunque en sus escritos no hay nada que permita establecer las causas de su retirada, se puede deducir, sin gran margen de error, que la razón fundamental es el panorama de marginación progresiva dibujado por la ley de partidos y por la sostenida ofensiva judicial y policial desplegada en un momento en el que el nacionalismo institucional les arrebataba el emblema estrella de la autodeterminación. Con un grupo armado cada vez más mermado, un brazo político condenado a la ilegalidad y una militancia cansada, la denominada "izquierda abertzale" ETA-Batasuna ha reconocido en el ambiente el peligro de convertirse en una fuerza residual. "Los activistas de ETA han llegado a su propio límite vital. Cesan porque se percatan del sinsentido de continuar y porque, y ésta es la clave, han empezado a comentárselo unos a otros, rompiendo el tabú. Se pueden engañar pensando que sus objetivos están más cerca ahora que el resto del nacionalismo ha asumido buena parte de sus tesis, pero el beneficio que persiguen es evitar acabar postergados en su perspectiva vital", ha señalado el analista Kepa Aulestia.
ETA necesita aferrarse a alguna coartada con que justificar su desaparición porque el grueso de sus activistas y de quienes les han jaleado, alentado o justificado no son psicópatas, sino personas normales aleccionadas, socializadas y adiestradas, eso sí, en un universo psicopatológico donde el enemigo apenas significa un blanco, una víctima propiciatoria. "Como psiquiatra que trata a enfermos, me irrita que se les considere psicópatas", señala Miguel Gutiérrez, jefe de la Unidad de Psiquiatría del hospital de Cruces, en Bilbao. "Comprendo que los sociólogos hablen de locura colectiva", dice, "pero, en propiedad, no se les puede llamar locos; son personas con capacidad de razonar que saben lo que hacen, y que si actúan así es porque están imbuidas de una ideología abyecta, sectaria y criminal".
Aunque la incógnita mayor del proceso es cómo evolucionará, en qué se metamorfoseará, la adhesión al terror -¿aflorará cierto matonismo callejero como teme el psicólogo Javier Urquizu?, ¿se crearán bolsas de delincuencia común?, ¿en qué se volcarán las energías tanto tiempo frustradas de los vascos?-, la pregunta fundamental sigue siendo de dónde ha surgido la ideología que sustenta al asesinato político, de qué materiales está hecha esta identidad asesina, qué patología social explica lo ocurrido. Preocupado desde siempre por la falta de empatía que la sociedad mostraba hacia las víctimas -"hubo un tiempo en el que acercarse a ellas parecía delito", indica-, y alarmado ante el cariz que tomaba el terrorismo, el jesuita donostiarra Alfredo Tamayo, doctor en Filosofía y Teología, se aplicó hace años a investigar el fundamento de la idea de una sociedad vasca enferma que venía siendo esbozada de manera vaga pero insistente en círculos políticos e intelectuales.
Director de la Escuela de Teología de la Universidad de Deusto en San Sebastián, Alfredo Tamayo llegó a la conclusión de que no hay una sociedad vasca enferma, pero sí muchos enfermos en la sociedad vasca, y que la patología que los genera es una determinada concepción nacionalista. Durante su investigación, plasmada en el trabajo Nacionalismo, Psicoanálisis y Humanismo, el teólogo donostiarra, colaborador de Ignacio Ellacuría, asesinado en El Salvador, encontró en la obra de Erich Fromm una fuente segura con que iluminar el problema vasco.
En línea con el pensamiento del gran sabio judeo-alemán, Alfredo Tamayo distingue entre un nacionalismo tolerante de conservación y defensa del llamado "hecho diferencial", equiparable al "sano amor a lo nuestro", y un nacionalismo maligno extremadamente narcisista que renuncia al juicio racional, ignora el sentido de la realidad, erige en ídolo a la nación y acoge en su seno a personas necrófilas cargadas de agresividad y odio, portadoras de lo que el mismo Erich Fromm definió como el "síndrome de la decadencia". Las dos almas del nacionalismo vasco, los dos extremos del denominado péndulo patriótico del PNV tienen su respectivo reflejo en esos dos campos ideológicos, separados a través de una línea fronteriza casi siempre difusa.
"El primero de los síntomas patológicos de ese síndrome reside, precisamente, en la imbricación de patria y religión", explica Alfredo Tamayo. ¿Hay que recordar el lema sabiniano del PNV "Jaungoiko et lege zarra" ("Dios y ley vieja"), el "Por Dios, por la Patria y el Rey" carlista, el "Por Dios y por España" franquista y el resto de ejemplos de la historia contemporánea, como el "Creo en Dios y en Serbia" de Raztanovic, el "Partido de Dios" islámico o el "Esta tierra que Dios otorgó a nuestros padres" del fundamentalismo hebreo, que muestran la utilización expresa de la fe por parte del nacionalismo?
Desde su aparición, el nacionalismo vasco ha estado impregnado de la mitología cristiana que el fundador del PNV Sabino Arana recogió directamente del carlismo. La concepción bíblica del "pueblo elegido", la consideración de que fuera del partido, del nacionalismo (fuera de la Iglesia), no hay salvación posible, y hasta la elección del Día de la Patria (Domingo de Resurrección) son otros de los elementos que componen la marca religiosa original.
Todavía hoy, las referencias mesiánicas a la larga travesía del pueblo elegido hacia la tierra de promisión (la independencia) -"Yo no veré, probablemente, a Euskadi independiente, pero vosotros, sí", ha repetido Xabier Arzalluz a los jóvenes- y la utilización de la parábola del pastor y la grey siguen formando parte de la retórica nacionalista. La versión más actualizada de esa ansiada tierra prometida, de la que, según la Biblia, "mana la leche y la miel", la aportan últimamente los dirigentes de EA y de los sindicatos ELA-STV y LAB cuando anuncian que la Euskadi soberana será, precisamente, un ejemplo de respeto a los derechos humanos, cuna de libertades y máximo exponente de la equidad y la justicia social. Así, pues, los vascos auténticos, vienen a decir, recuperarán su bondad natural, su condición de gentes excelentes, tolerantes y justas, una vez rotas las amarras con España.
Sometido en su día al Tribunal de Orden Público franquista, Alfredo Tamayo señala que el "conglomerado cristiano-patriótico es hoy patrimonio de un sector del clero y se manifiesta en la defensa de una singular Teología de la Liberación del Pueblo Vasco". Aunque menudean los ejemplos, la aberración mayor cometida por el muy minoritario colectivo de sacerdotes vinculado a las posiciones de Batasuna fue la homilía publicada en la revista Eliza (Iglesia) que presentó al dirigente de ETA, asesinado por los GAL, José Miguel Beñarán Ordeñana, Argala, como el "Cristo crucificado que dio la vida por la liberación del pueblo vasco". Según Tamayo, la imbricación entre lo nacionalista y lo cristiano explica "el silencio y la omisión frente a los cientos de asesinatos".
A juicio del jesuita donostiarra, la segunda forma de implicación de religiosidad y narcisismo nacionalista conlleva la "transferencia de sacralidades", un fenómeno ya manifestado durante la ascensión del comunismo maoísta y el nazismo alemán, que supone la sustitución de lo religioso por la nación sacralizada convertida así en objeto de nuevo culto. En su opinión, los ritos fúnebres del mundo de ETA, el hábito de sustituir los nombres cristianos impuestos a los niños en su día por otros de héroes mitológicos o de elementos de la naturaleza, y la transferencia al personaje del Olentzero del tradicional culto navideño al Niño Jesús y a los Reyes Magos ilustran que también en el País Vasco se ha dado algo parecido a la "nueva religión nacionalista".
Es sabido, por lo demás, que los seminarios vascos se vaciaron de golpe durante la segunda década de los años sesenta y que, casi sin transición, cientos de seminaristas y de aspirantes a las órdenes religiosas pasaron a militar en la oposición al franquismo y en la propia ETA. Los buenos resultados electorales que Batasuna obtiene en áreas y poblaciones de tradición carlista confirman el cierre de esta historia circular, además de corroborar que el tronco ideológico de la organización ETA es el nacionalismo y no las adherencias extremo-izquierdistas adoptadas en algunas fases de su trayectoria. De hecho, algunas voces políticas vascas aluden estos días al "final de la tercera guerra carlista", aunque la expresión preste a ese mundo la honorabilidad postiza de presentar lo ocurrido como resultado de una guerra entre bandos.
El fenómeno ETA-Batasuna demuestra que el pensamiento reaccionario puede sobrevivir adobado en una retórica y una estética de modernidad: ecología, globalización, feminismo, formalmente progresista. En realidad, la historia de Batasuna es más la búsqueda de un camuflaje idóneo para cada ocasión -en el terreno del martirologio que practican obsesivamente, han tratado de equiparar sus movilizaciones por los presos a las de las Madres de Mayo argentinas- que el resultado de la contradicción entre la reacción y la modernidad.
Alfredo Tamayo ve en la manera en que se enseña la historia y la geografía en determinadas instancias docentes de Euskadi, la "pérdida del sentido de realidad" y del "juicio racional" que Erich Fromm detectó en el nacionalismo como fenómeno exacerbado de narcisismo grupal. "Se inicia a la mente infantil en algo que tiene más de fabulación y mito que de realidad histórica, más de país de ficción que de país real, más de ideología que de ciencia, más de inoculación de prejuicios racistas y de prevenciones que de valores de solidaridad y de apertura humana".
En el lado más intransigente de lo que Fromm definió como el nacionalismo maligno, el profesor de Teología de la Universidad de Deusto alude a la satanización de lo español, a la estrategia de "socialización del dolor" puesta en marcha por ETA y al conjunto de crímenes cometidos durante estas décadas, particularmente a los que están caracterizados con un tinte vesánico: el asesinato de una madre ante su hijo, los atentados indiscriminados como el de Hipercor y la violación de la sepultura del concejal asesinado. "Hay muchos que medran sobre la violencia, el odio, el racismo y el nacionalismo narcisista. Son los líderes de la violencia, la guerra y la destrucción y sus verdaderos creyentes", sostiene. "Sólo los más desequilibrados y enfermos expresarán explícitamente sus verdaderos objetivos o se darán cuenta de ello. Tenderán a racionalizar su orientación como amor a la patria, deber, honor, etcétera, pero, en realidad, la guerra y un ambiente de violencia es la situación en la que la persona con el 'síndrome de decadencia' es plenamente ella misma".
Según el teólogo donostiarra, "es importante que la sociedad los reconozca por lo que son: individuos que aman la muerte, que tienen miedo a la independencia y que sólo ven como reales las necesidades de su grupo".
También la psicóloga Edorta Elizagarate subraya que el fanatismo no ha nacido con los activistas de ETA, sino a través de un proceso de adoctrinamiento social o familiar que les lleva a sobrevalorar sus ideas y a negar el relativismo de las cosas, la esencia misma de la democracia. "Hay estructuras de personalidad más propensas", dice, "a reaccionar de manera positiva a esa propaganda antidemocrática etnicista que transfiere los atributos diferenciales y los derechos individuales a la personalidad mítica que llaman pueblo, y que tiende a reducir informaciones complejas en pocos elementos".
En su opinión, no cabe extrañarse de que en ecosistemas políticos cerrados, dogmáticos, propicios al fundamentalismo y al mesianismo emerjan personalidades inmaduras, fanáticas, que vayan más lejos en la adhesión inflexible a una idea, en la intolerancia al cambio, en la hipervaloración de lo propio y el desprecio de la ajeno, en la visión dicotómica de la realidad, o buenos o malos, y en la capacidad para integrar aspectos contradictorios de un mismo fenómeno.
Psicólogos que han tratado profesionalmente a activistas de ETA dan cuenta igualmente de las grandes dificultades con que se encuentran a la hora de rehacer sus vidas. "Detrás de cada miembro de ETA hay un drama personal, además del familiar", señala una psicóloga que prefiere mantenerse en el anonimato. "Ellos establecen una distinción básica entre los que cumplen su condena y tienen el derecho al homenaje en su pueblo y los que aceptan vías de reinserción; es la diferencia entre salir con galones y con honor o salir sin galones y sin honor. En general, se aferran a la identidad del combatiente", explica, "porque si se sitúan fuera del grupo se ven obligados a revisar sus vidas y a asumir que han equivocado fatalmente su camino. Temen perderlo todo, y para ellos perderlo todo es perder la identidad construida falsamente dentro del grupo".
Profesional con una larga experiencia en el tratamiento de presos, la psicóloga recuerda su decepción inicial cuando empezó a trabajar profesionalmente con los activistas de ETA. "Creía que iba a encontrarme con revolucionarios románticos y lo que descubrí, por lo general, fue gente con un nivel cultural muy bajo, personalidades grises que apenas manejan cuatro consignas". A su juicio, en el mundo carcelario de ETA conviven perfiles clásicos de delincuentes y psicópatas con personas que poseen calidad humana pero que, salvo excepciones notables -el activista que no pudo rematar a su víctima y abandonó la organización-, tienen anestesiada la capacidad de ponerse en el lugar del "enemigo" y están poseídas por el convencimiento religioso de que defienden un bien superior.
La tortura y los malos tratos juegan un elemento importante en el agitado universo mental de ETA, pese a que la casi totalidad de las denuncias presentadas en los últimos tiempos han sido juzgadas infundadas por los tribunales y atribuidas a las consignas dadas por la dirección de la organización terrorista. Esta psicóloga afirma, sin embargo, haber conocido durante su tarea profesional "dos casos flagrantes de torturas psicológicas" que no quedaron finalmente sancionados, porque, dice, "como ellos denuncian por sistema, han perdido toda credibilidad".
¿De qué manera recompondrán sus vidas, cómo reharán su identidad aquellos que han arruinado sus mejores años, sus proyectos vitales? ¿Y cómo reaccionarán las víctimas, eternas vencidas, ante los cambios y mutaciones que traerá consigo la desaparición del terrorismo? ¿Podrán aceptar la aplicación de una política penitenciaria flexible e indulgente, la presencia temprana en las calles de los antiguos asesinos?
Lo primero que subraya Ángel Altuna, psicólogo de la asociación de víctimas Covite, es que las víctimas no son un colectivo homogéneo aunque les una la coincidencia en un dolor no elegido. "Hay que tener en cuenta que cada uno de nosotros es como es y se encuentra en una fase psicológica del duelo diferente", indica. En su opinión, es necesario que las víctimas acepten y normalicen la afloración de un posible odio reactivo interno siempre que como ciudadanos, como seres sociales y como colectivo de víctimas se muestren intransigentes con cualquier tipo de asesinato. "Cuando veo muy mal a un compañero, le digo que me llame por teléfono un minuto antes de hacer un disparate, y lo cierto es que todavía no he recibido una sola de esas llamadas".
La resolución del Parlamento vasco que reclamó a las víctimas que abandonaran el odio, las declaraciones del estilo "Hay que desactivar a las víctimas" y el empeño, pretendidamente piadoso, en reunir en un mismo foro a los familiares de los asesinados y de los presos de ETA forman parte del largo listado de agravios. "El odio no está en nuestro campo, está en los que escriben insultos en los libros de firmas de las capillas ardientes, en los tipos que llaman a las familias de los asesinados horas después del atentado. Son ellos los que necesitan verdaderamente tratamiento psiquiátrico", dice Ángel Altuna, "porque a nosotros nos basta con la memoria y la justicia y que nos permitan participar en la educación por la paz, ayudar a las personas que están, incluso, más necesitadas que nosotros".
Javier Urquizu, Edorta Elizagarate y Ángel Altuna coinciden en que plantear hoy la reconciliación es puro sarcasmo, puesto que las víctimas no tenían nada con los verdugos, no los conocían de nada. "Será mejor que hablemos de la convivencia posible y de la necesidad", subrayan, "de evitar la segunda victimización que supondrían los homenajes públicos a los asesinos". Establecido que, como dice Javier Urquizu, "el empate moral y político es imposible" y que todos los vascos ganan si la pesadilla se acaba, lo que sí cabe pedir es que el legado de odio y frustración no alcance a las generaciones venideras.
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