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Columna
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Invasores de acera

En Madrid hay miles de kilómetros de aceras por las que circulan diariamente millones de ciudadanos. Pero las aceras de esta ciudad son las más estrechas de todas las capitales europeas. Pasear por ellas es un vía crucis; los peatones, unos penitentes. Para más inri, a pesar de que la Villa parece hecha para los automóviles, los conductores también están que trinan. De todo lo cual se colige que Madrid es una urbe con más de tres millones de personas cabreadas. En esta situación, no es extraño que estemos tan crispados, que cada vez desconfiemos más unos de otros. La estrechez de las aceras hace realidad aquella melancólica frase del dibujante Quino (por boca de Susanita, la amiga de Mafalda): "Amo a la Humanidad, lo que me revienta es la gente".

Numerosos invasores pululan por nuestras exiguas aceras, desde los bolardos hasta los socavones, pasando por motos, patinadores, ciclistas, zanjas, andamios, perros, excrementos, terrazas de bares, top mantas, paraguas en tiempo de lluvia, contenedores, mobiliario urbano y otros centenares de elementos esquivos. Además, las aceras son un caos porque mucha gente ignora el principio fundamental del código peatonal, que no está escrito porque es obvio: circula por tu derecha, avanza por tu izquierda, como en el tráfico rodado.

Hay invasores clásicos que provocan retenciones a ciertas horas y se hacen dueños de la acera sin contemplaciones: escolares a la salida y entrada del colegio, empleados de banca y otras empresas a la hora del bocadillo, familias enteras a la caída de la tarde y todos los días festivos, parejas que caminan orondas como un pavo real obligando a todo el mundo a darles paso. No quieren enterarse esos bellacos de que hay que ir en fila india muchas veces para no interrumpir la fluidez y el sosiego de los viandantes.

Una ciudad tan grande siempre está en fase de obras necesarias para el presente y el futuro, no cabe duda. Pero el desmadre peatonal lleva a actitudes egoístas e insolidarias con nuestros sucesores. Groucho Marx y Homer Simpson lo plasman así: "¿Por qué he de preocuparme por la posteridad? ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?". Señor alcalde, la felicidad son pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna y... ¡una acera grande, por favor!

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