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Columna
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Guerra de nacionalismos / 1

El primado del pluralismo, la mitificación de la diferencia, la reivindicación de la diversidad religiosa y cultural y, sobre todo, la absolutización de las identidades colectivas son la inevitable reacción a la uniformización de la vida y de las existencias humanas, consecuencia del conjunto de procesos globalizadores, antes que nada financieros, pero también sociales y políticos que se traducen en la homogeneización de valores, pautas, instituciones y comportamientos. A ello se une la combativa emergencia de las comunidades étnicas en todas partes, África, Asia, etcétera, y la radicalidad de la afirmación comunitaria de los países de la Europa central y oriental tras el fin de la Unión Soviética. Todos estos fenómenos cabalgan a lomos del nacionalismo. Los múltiples significados históricos y actuales del sustantivo nación y del adjetivo nacionalista que, como todos los términos-baúl nos encierran en una polisemia difícilmente decidible, tienen según la doctrina dominante, dos núcleos asertivos mayores que derivan de la concepción del nacionalismo como sentimiento, con frecuencia pasión -Ernest Gellner, Guido Zernatto, Daniel Glazer, Karl Deutsch- y del nacionalismo como ideología, que desemboca siempre en acción política -Smith, Tilly, Kamenka, etcétera-. Sentimiento e ideología cuya vivencia individual es inseparable de su enraizamiento colectivo. Este polimorfismo conceptual y fáctico es en buena medida responsable de los antagonismos nacionalistas que estamos viviendo hoy en España, alimentados obviamente por la historia, pero también por los propósitos partidarios y electoralistas de la coyuntura política.

El multiplicado resurgir actual de este fenómeno puede agruparse en torno de dos viejas matrices ideológicas: la alemana o esencialista, que inaugura Fichte en 1806 con su Discurso a la Nación Alemana, para la que la nación es un individuo colectivo; y la francesa o voluntarista que encuentra su más conocida expresión en la conferencia ¿Qué es la nación?, que pronuncia Renan en 1882 y en la que la nación se presenta como un conjunto de individualidades que apuntan a una misma meta. A su vez, cada una de estas dos matrices cobija dos opciones teórico-políticas: la primera, la concepción óntica de la nación-sino con la acepción biológica de la nación-herencia; y la segunda, la versión cultural de la nación-proyecto con la concepción ciudadana de la nación-contrato. Los nacionalistas radicales, tanto de veta periférica, como de renovada savia imperial-hispánica, son los adictos de la concepción óntica. Para ellos la nación no es un destino que se escoge ni un patrimonio que se hereda y al que cabe renunciar, sino un fátum, una realidad intocable y definitiva que existe con independencia de nosotros y a la que pertenecemos sin término y sin remedio.

Ahora bien, esta pulsión irresistible hacia la pertenencia colectiva base de todas las afirmaciones identitarias, hubiera tenido concreciones muy distintas sin ese producto histórico institucional que fue el Estado-nación. Liah Greenfeld en su monumental estudio sobre la construcción de la nación y del nacionalismo en Inglaterra, Francia, Rusia, Alemania y EE UU nos hace ver la función decisiva que cumplió en cada uno de ellos lo preestatal primero y el Estado directamente después en la conjunción de sus dos grandes dimensiones -un territorio particular y su pretensión ideológica universal- como factores esenciales del National Building y del desafío de la modernización al que quieren dar respuesta. Pero el nacionalismo que como instinto de pertenencia ocupa la vanguardia de nuestras pulsiones colectivas y como motor ideológico ha desencadenado tantos procesos y revoluciones, ¿qué sentido tiene hoy tras el descalabro del Estado, los tribalismos sin causa, la exasperación de las pertenencias, los populismos electorales, los fundamentalismos religiosos y el sepultamiento de la voluntad de hombres y pueblos a manos del pensamiento débil y del narcisismo encuclillado?

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