Llamando al doctor Cukrowicz
Esta obra de Tennessee Williams es mejor que la película de Joseph L. Mankiewicz, rodada un año después de su estreno. El autor y coguionista aceptó a regañadientes coser y pegar los diálogos, y trasladar a un manicomio parte de las escenas. Inspirándose en la suerte de su hermana Rose, que quedó inútil tras ser lobotomizada, Williams cuenta la historia de una joven que está a punto de caer en manos del psicocirujano. Catalina vio cómo un grupo de niños mendigos perseguía y mataba a su primo Sebastián, y Violeta, madre de éste, pretende taparle la boca. No admite que su hijo era pederasta: dice que la chica delira. Como no cambia su versión aunque la torturan con shocks de insulina, Violeta acude al doctor Cukrowicz, pionero de la lobotomía: "Quiero que saque esa historia de su cabeza", le pide.
De repente, el último verano
De Tennessee Williams. Traducción: Álvaro del Amo. Intérpretes: Mariano Alameda, Susi Sánchez, Olivia Molina, Cristina Juan, Leopoldo Ballesteros, Magda Labarga, Carmen Segarra, Eva Pérez y Borja Manero. Luz: Felipe Ramos. Música: Suso Saiz. Escenografía: Richard Cenier. Dirección: José Luis Saiz. Sala Francisco Nieva. Teatro Valle-Inclán. Madrid, hasta el 11 de junio.
A la hermana de Williams le sucedió lo que a decenas de miles de personas en los años cuarenta y cincuenta. En Estados Unidos, Walter Freeman, que no era cirujano, vendió la lobotomía como una panacea contra los trastornos psiquiátricos. Mantener a un paciente hospitalizado costaba 35.000 dólares anuales. Operarle, 250. Freeman lo hacía en 15 minutos, metiéndole una especie de picahielo por la cuenca del ojo. En Suramérica se aplicó este tratamiento a presos políticos. En Suecia, a niños.
Mankiewicz hizo de De repente, el último verano una película de suspense, salpimentada con un intento de suicidio de Catalina, un desmayo de su tía y otros golpes melodramáticos. Convirtió a Cukrowicz en un héroe omnisciente, tejió un romance entre él y la protagonista, ilustró lo que estaba sugerido. Hollywood es así.
El montaje que acaba de estrenar el Centro Dramático Nacional comienza con una escena muda añadida. José Luis Saiz, su director, pone a un coro de cirujanos alrededor de un paciente: van a extraerle la piedra de la locura. Mientras, una música desacordada y metálica evoca la que la banda de chiquillos desarrapados interpretaba en la película, corriendo tras Sebastián. Cuando los cirujanos se apartan, el paciente grita y se incorpora desnudo. Es una metáfora doble: de la amenaza que pende sobre Catalina y de la muerte de su primo.
Después, comienza el drama. Saiz lo sirve frío, como la escenografía, que evoca un quirófano, una cantera de mármol a cielo abierto, un glaciar o un bosque petrificado. Es un ecosistema hostil. Buscando lo que hay detrás de esta obra, el director ha prestado a lo evidente menos atención que a lo simbólico. Cukrowicz, interpretado por Mariano Alameda, parece un recién licenciado antes que el cirujano pionero que se juega su futuro en el envite. Debería ser el motor de la función, y está apagado.
Olivia Molina aparece en escena con camisa de fuerza, salta, pega algún grito. Hace el cliché de la loca. Contenida, cuando narra la persecución de Sebastián, está mucho mejor. Susi Sánchez compone bien el papel de Violeta, y Carmen Segarra consigue que la madre de Catalina sea todo lo desagradable que hace falta. Leído, el texto de De repente, el último verano tiene un pathos y una emoción de los que este espectáculo carece. La traducción de Álvaro del Amo es buena, y la música de Suso Saiz consigue el efecto buscado.
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