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FUERA DE CASA
Columna
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Lecturas y nocturnidades

Un editor, nada santo, laico y civil, Carlos Barral, se apareció la otra noche en uno de sus espacios preferidos, un bar. Se apareció para acompañar por unos momentos, unas gambas y unas copas a su amigo Mario Vargas Llosa. Algo más que un bar, una taberna ilustrada con comidas al fondo. No cualquier bar, no cualquier barra, el espacio le es muy cercano, amable y familiar a Vargas Llosa. Un bar de Madrid, mirando al mar de una calle donde beben y viven escritores, editores y otros navegantes veraniegos de un lugar llamado Calafell. Un puerto, una playa, un lugar catalán que mucho vio vivir/beber al editor padre y madre de nuestros editores. El lugar se llama Capitán Argüello, el nombre de una de las barcas que vieron navegar al capitán Barral. Mario veía las fotos que llenan las paredes de esa taberna marinera anclada en Madrid y volvía a ser aquel joven que pasaba el verano en la casa de Barral en Calafell. Una casa que fue una botiga de pescadores en la playa, una casa marinera, resistente y, como dice Carmen Riera, una casa varada en un naufragio de espantosas construcciones, de envilecimiento urbanístico que también llegó hace mucho tiempo a ese lugar donde se cocina la espineta. Un nombre que nos recuerda a ese bar de tantos whiskies y poemas que también allí sigue resistiendo.

Mario Vargas, al que tantos bares le han visto, le siguen viendo, escribir, leer o anotar, terminó en aquel refugio de Barral en Calafell su novela La casa verde. Ahora, en una noche madrileña, con el vivo recuerdo de su amigo Carlos Barral, en el bar que lleva una de sus hijas, Danae, volvió a ser el joven que se refugió en aquella playa, el escritor que todavía no se había liberado de sus trabajos de redactor de la ORTF, el obsesivo trabajador de la verdad de las mentiras. Ahora tiene nueva novela, Travesuras de la niña mala. Es curioso, pero cuando Vargas Llosa escribía en Calafell, por allí estaban las entonces niñas de Carlos Barral e Ivonne. Una de aquellas niñas, Danae, es la encargada de esta taberna marinera. Ya no es una niña, que se lo pregunten a su hijo el editor Malcolm, fiel heredero de algunas de las más conocidas pasiones del abuelo. Aquella niña Danae y su hermana Ivonne son las que involuntariamente hicieron posible uno de los últimos poemas de Jaime Gil de Biedma, ese himno a la juventud: "¿A qué vienes ahora, juventud, / encanto descarado de la vida? / ¿Qué te trae a la playa? / Estábamos tranquilos los mayores y tú vienes a herirnos, reviviendo los más temibles sueños imposibles; / tú vienes a hurgarnos las imaginaciones...".

Hurgar la imaginación. Eso es lo que hace Luis Antonio de Villena en un libro que acaba de publicar sobre Gil de Biedma. No está seguro Villena de si fueron amigos, pero sí que fueron cómplices en nocturnidades, en búsqueda de efímeros encuentros en noches madrileñas. Alguna vez también hablaron de literatura. Retratos al natural de pandémicos revolcones y otros amores de paso en tiempos en que el sida no había mostrado sus verdaderas garras. Terminó mostrándolas, sí, pero demasiado tarde. De aquellos polvos, estos lodos. Un excelente relato de la vida sexual y noctámbula de uno de nuestros poetas imprescindibles. Otro libro para la recuperación de nuestra memoria histórica.

No sé si la princesa Letizia habrá leído a Gil de Biedma, Barral o Villena, pero estoy seguro de que sí a Mario Vargas Llosa. No quería hablarnos de sus lecturas, habíamos terminado la comida en honor del último premio Cervantes, Sergio Pitol, al que sí había leído. Nos confesó que aún no había leído En busca del tiempo perdido, que tampoco había podido con el Ulises de Joyce, la animamos a que recobrara el tiempo dejándose llevar por esos tan diferentes universos. Insistimos en conocer cuáles eran sus lecturas. Ella, con prudencia, nos desviaba la conversación y seguía preguntando por nuestras lecturas. Perseveramos, pesados como firmantes del manifiesto por el honor que nos merece la Segunda República, hasta que terminamos por conseguir que nos reconociera una de sus últimas lecturas, la princesa Letizia estaba encantada con los poemas de la premio Nobel polaca Wislawa Szymborska. No es mala elección. La sobremesa fue relajada, escritores, editores y demás invitados del mundo de la cultura hacían sus corros, mientras algunos fumábamos sin sentir que estábamos transgrediendo ninguna norma. Monárquicos, republicanos, juancarlistas o indiferentes, aquella tropa de la república de las letras andando por los caminos de Letizia, algo parecían tener de personajes en busca del tiempo perdido. Yo creo que esas noches sin fin del mundo de Gil de Biedma se han terminado. Ahora, casi todos parecemos de esos que han estado mucho tiempo acostándose temprano.

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