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Columna
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Cuerpos y paisaje

Hace unos días sucedió en la ciudad de San Sebastián, un acontecimiento singular. Mil doscientas personas, más o menos, desafiaron, como se dice ahora, al mal tiempo y se presentaron en una zona de la playa de Gros, para ser fotografiados, en masa casi, por el fotógrafo Spencer Tunick. Lo llamativo fue que dichas personas posaron completamente desnudas ante la cámara y, vistas las fotos posteriores, se puede afirmar sin ningún género de rubor, vergüenza o temor al escandaloso ridículo, que el fotógrafo intentó crear un paisaje de cuerpos en consonancia y en equilibrio con otro paisaje, también natural, de rocas, arena y agua; un paisaje de carne y piel confundido en otro de material menos frágil, pero, asimismo, perecedero, aunque a mayor plazo. Lo intentó, pero no consiguió más que expresar una idea de espacio.

Todo país es siempre un paisaje inventado e imaginado, territorio del corazón y de los sentimientos
El cuerpo y el espacio tienen en común que son concepciones abstractas, hasta que la mirada se fija en ellos

Hay una relación más que simbólica y metafórica entre la contemplación del paisaje y la del cuerpo humano. Éste constituye en sí un territorio, a veces sinuoso, repleto de lomas, cerros y valles; a veces, plano, sin ondulaciones que destaquen; a veces, abrupto, montañoso, granítico, duro; a veces, tranquilo, suave y relajante, cuando no dramático, crepuscular, oscuro y caótico. Ya lo indicó Leonardo da Vinci en su celebre Tratado de la Pintura: "la tierra es la carne; las rocas, los huesos; el agua, la sangre humana". No se equivocaba el artista florentino. Las primeras metáforas referidas al cuerpo indican un conocimiento limitado y una certeza cercana, la consideración de que el cuerpo es una superficie amiga y transitable. No en vano, el cuerpo y el espacio tienen en común que son concepciones abstractas, hasta que el ojo humano se fija en ellos.

Un cuerpo desconocido, extraño y lejano es un espacio en blanco, difícil de definir, no deseado: territorio ignoto, el enigma, lo desconocido. Mas cuando la mirada se le posa, el cuerpo se convierte en un objeto de deseo, en algo que debe ser conquistado o domesticado, algo que, como toda superficie, tiene que dar sus frutos. Es la mirada escrutadora y vigilante, la mirada racional lo que convierte, espacio y cuerpo, en paisajes. Es el ser humano quien otorga al paisaje su condición, necesitado y obligado como está por sus propias circunstancias de dotar de límites a todo lo que le rodea y circunda. Inmensidad, infinitud, son conceptos que no se asumen con facilidad. El hombre, ya lo sabían los clásicos, es una nada con respecto al infinito. Al no conocerse ni sus límites ni sus extremos, produce pánico. Lo decía Pascal: "Me aterra el silencio eterno de esos espacios infinitos".

El lugar sin límites es el lugar donde nos perdemos, y toda pérdida produce, en primer término desorientación; luego, inquietud o quizás angustia; duelo, al fin. El infierno es el lugar sin límites.

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No somos los modernos humanos, los habitantes de ciudades excesivamente parceladas, seres excesivamente espaciales. Por supuesto, tenemos con el espacio una relación más extensa, aunque menos profunda, que una planta o una flor, por minúscula que sea. Se les va la vida por sus raíces (que Aristóteles llamaba "bocas"), y también les viene por esas boquitas la vida y todo lo que la define, el color, el sabor, el sentido del tacto. Subsisten en el tiempo y crecen en su espacio, pero su belleza es quieta y callada.

Las flores, en nuestra cultura, pueden ser símbolo del amor, pero ellas mismas son incapaces de enamorarse, ni de enfadarse ni de ir a buscar aventuras. ¿Alguien se imagina una flor ebria? Sin embargo, les sucede el tiempo, que es lo mismo que decir que les suceden cosas, algunas dignas de mención, y tienen, por tanto, historia.

No necesitamos, como los antiguos cazadores, un conocimiento exhaustivo y milimétrico del espacio. Mejor, y con mayor exactitud, nos define el tiempo. Llevamos con nosotros la sensación del tiempo, dondequiera que estemos. Somos conscientes de nuestro tiempo y de nuestro carácter temporal. Estos días de paz no armada nos preguntamos, casi sin quererlo, cuánto tiempo pasó desde la última vez que conocimos una situación parecida, pero no inquirimos sobre el espacio que hemos recorrido desde entonces. El espacio se nos esconde, se nos escapa, huye de nosotros. Somos incapaces de representarlo con lo que es más nuestro, con palabras, y tenemos que recurrir a otras artes, como la pintura, la fotografía, artes imaginarias, porque espacio es imaginación, invención, cuadro, puro paisaje, país íntimo, lo íntimo del país.

De todos modos, el concepto de país ha ido aumentando gradualmente el espacio que nombraba, desde la tierra natal, donde los cuerpos resultan familiares, por próximos y semejantes, donde los rostros son reconocibles y amistosos, hasta lo que hoy se denomina, como "país", que se entiende de muchas maneras. Todo país es siempre un paisaje inventado e imaginado, territorio del corazón y de los sentimientos, puerta abierta a todos los humores, especialmente al de la nostalgia. Y el paisaje, como el cuerpo, a veces enferma, y se le llama el "mal del país", que afecta, por contagio, a los vecinos, a los compatriotas, a los paisanos, a eso que Unamuno llamaba el "paisanaje".

El ser humano es un ser de cercanías que sueña con lejanías, que ama su país, su patria, pero que anhela escaparse de ella en busca del espacio infinito y mal definido, lo que está situado más allá de todo lo conocido. Y toda patria comienza en uno mismo, con el conocimiento de los límites del cuerpo propio.

Es el cuerpo lo que nos atrae y nos trae a tierra, a su origen. El cuerpo que tiene sus propias raíces. Es un paisaje, hecho a medida de sus sentidos, y que en la fotografía, pintura o cine adquiere su significado espacial. Las obras de Spencer Tunick son, en alguna manera, esculturas hechas con personas que ocupan un lugar público, pero no íntimo, porque en dichas fotografías el cuerpo pierde sus límites. Al perder la intimidad, esos cuerpos no forman un paisaje, sino un espacio contagiado de una belleza triste y apagada, sin vida.

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